domingo, 6 de diciembre de 2009

Apología del lenguaje científico

“…lo que siquiera puede ser dicho, puede ser dicho claramente; y de lo que no se puede hablar hay que callar. El libro quiere, pues, trazar un límite al pensar o, más bien, no al pensar, sino a la expresión de los pensamientos.”

En 1918 Ludwig Wittgenstein conmocionó al mundo justo cuando el mundo que salía de una gran conmoción. Ese año terminó la Gran Guerra, el conflicto armado más grande de la historia hasta aquel entonces. Wittgenstein, con la publicación del Tractatus, conmovió los cimientos del pensamiento como Alemania lo hizo con el mundo. Alemania lo haría una segunda vez, Wittgenstein también: pero esa es otra historia. En aquellos días daba la impresión de que el mundo iba demasiado rápido. Ya se veía entonces que la velocidad de la modernidad no era del todo conveniente. Trazar un límite, frenar a la filosofía (en el sentido de disminuir la velocidad), ya había sido intentado por muchos filósofos anteriores a él. Aún así, la posmodernidad no llegó hasta que llegó él.
En ocasiones me parece que hay dos tipos de pensadores. Unos más prudentes y cautelosos y otros más osados pero en ocasiones precipitados. Unos pretenden alcanzar la verdad hasta tal punto que pueden llegar a construir sistemas tan poderosos como para llegar a la realidad desde un representacionismo sin intencionalidad. Los otros, aman la verdad lo suficiente como para detectar y denunciar los excesos de los primeros. No pretendo hacer aquí una dialéctica entre tipos de filósofos. Más bien, quería apuntar a una idea que me parece fundamental para expresar mi opinión sobre el pensamiento, tan escasamente conocido por mí, de un hombre que parece haber cambiado la historia de la filosofía. A mi modo de ver, hay unos pensadores que impulsan a la filosofía, y otros que la previenen de caer en un barranco.
La labor crítica de la filosofía, en la humilde opinión de este autor, consiste en desmontar el idealismo y regresar al sentido común, a la realidad. Nadie que esté en sus cabales pretende adscribirse la etiqueta de idealista. Quizá, en el sentido en el que estoy hablando, todo filósofo se considera a sí mismo realista. Cuando Berkeley llevó al empirismo de Locke a una de sus últimas consecuencias y negó la substancia material se defendió a capa y espada; en todo momento se consideró más realista que todos los filósofos. Lo mismo podríamos decir de Fitche, Schelling o Hegel. En filosofía la palabra idealista parece ser uno de los insultos más grandes que se pueden recibir. Wittgenstein, desde esta perspectiva, es para mí un filósofo realista. Es de esos que no cayó en el barranco, sino que al contrario sirvió de ancla para que no cayeran los demás.
Para un estudiante de filosofía, Wittgenstein parece de entrada un aguafiestas. Un pensador que viene a imponer límites al pensamiento, es como un adulto que, a mitad de la fiesta, apaga la música y manda la gente a su casa. La prudencia no se lleva bien con la juventud. Aquí me gustaría añadir un matiz muy importante, pues a mí me costó entenderlo: Wittgenstein no es un crítico inhumano, su crítica no es a lo inefable sino a la imprudencia. Cuando Wittgenstein traza los límites del lenguaje, no pretende exterminar a la poesía ni al arte, no pretende exterminar todo lo que está detrás de esos límites. Por el contrario intenta protegerlos. Para Wittgenstein, hay que callar lo que no se puede hablar sólo cuando se está haciendo ciencia, no cuando se experimenta la belleza interior de una persona. Creo que Wittgenstein tenía un pensamiento mucho más profundo que el que se atrevió a expresar y precisamente por eso decidió limitar el lenguaje científico. Quiso separar lo Dorado de la ciencia gris de su época. La Belleza y la ciencia (tal como la entendía él) no se llevan bien. Para él, la ciencia es gris y la poesía es dorada pero de ninguna manera la poesía puede ser gris o la ciencia dorada. Cuando hablamos de lo inefable nos quedamos siempre cortos, a veces decimos tonterías, esas tonterías se le pueden perdonar a un poeta, pero no a un filósofo.
Por estas razones, mi reproche a Wittgenstein no es una apología de la filosofía si no una apología del lenguaje. Aunque no lo entienda como se merece, y evidentemente resulte muy aventurado exponerlo, me parece que cuando Wittgenstein limita al lenguaje científico lo está matando. Una cosa es enlazar al filósofo que corre al abismo y otra asfixiarlo con el lazo. Lo inefable es quizá lo más inteligible que hay, el problema es confundir lo inteligible con lo claro y distinto. Cuando se limita al lenguaje, cuando se le separa del pensamiento, el lenguaje pierde sentido. El pensamiento es el que dota de significado al lenguaje, y no al revés. Este giro, efectivamente limita al pensamiento, pero es evidente que el lenguaje al conservar exclusivamente su convencionalidad está destinado necesariamente a desaparecer, a perder su racionalidad.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Sentido común

Me gustaría aclarar de antemano que no es mi intención excitar el debate que existe entre mis compañeros de clase entre la historia de la filosofía y el filosofar. Cuando recuerdo aquella frase del Fausto “gris es la ciencia, verde el árbol de la vida” no pretendo dar razón a la facción vitalista-romántica; pero tampoco pretendo dar razón a los historiadores cuando parafraseo a Goethe y propongo mi propia visión: Dorada es la filosofía perenne, púrpuras las búsquedas nocturnas.
Se puede decir en parte, que este ensayo es una especie de síntesis; un intento de conciliar a los filósofos con los que convivo a diario. Para dicha conciliación voy a acudir a Russel, de su mano expondré cómo ambas cosas, tanto la actividad como la historia, son importantes para el quehacer filosófico.

Las apreciaciones pre-filosóficas son parte de la actividad misma del filosofar, al pensar en este extraño fenómeno (la Filosofía) ya se está haciendo Filosofía. Por eso es oportuno señalar que las apreciaciones prefilosóficas influyen de una manera determinante en Bertrand Russel y en la mayoría de los filósofos neopositivistas.

En primer lugar, hay que decir que al designar a hombres como Frege y como Russel con el nombre de filósofos lo hago, por lo menos yo, de manera análoga. Según mi criterio, un filósofo es propiamente aquel quién desarrolla su actividad filosófica con un interés primordialmente teórico. Cuando digo filósofo todos imaginamos al típico hombre no práctico, con su barba larga y blanca contemplando extasiado las estrellas mientras camina en dirección a caer en su pozo habitual. De igual manera, de ninguna manera consideramos filósofo a un demagogo moderno, con su traje Zegna, su papada de vida augusta y su discurso bolivariano: imaginamos a un Einstein, no a un Chávez. Comparado con Savater, Epicúreo nos parece casi romántico al pedir al gran Alejandro que se mueva para que no le estorbe el sol. El punto al que quiero llegar es que intuitivamente, con esa inocencia originaria que nos caracteriza, exigimos que el filósofo sea casi pobre; esto se traduce, según mi opinión, en que la sociedad considera que el filósofo, como el sacerdote, debe ser puro, desligado de todo interés práctico. Un hombre en el mundo, pero fuera de él.

Pues bien, ni el pensamiento de Frege ni el de Russel consiguen acercarse desinteresadamente al mundo. Y no porque no fueran honestos, o fueran malas personas, sino precisamente por eso que defiende la facción historiadora de clase: su contexto histórico. Es más probable que el bueno de Tales hubiera caminado por el aire cuando pasaba por encima del pozo, que de un contexto tan cientificista naciera un hombre teórico. Es como pedirle a una fábrica de bolígrafos un cachorro de san Bernardo. No voy a profundizar en este ensayo entre las evidentes diferencias entre las ciencias positivas y la Filosofía, sin embargo apelo al argumento romántico del inicio. Remarco: “gris es la ciencia” pero añado a ciencia el adjetivo ‘positiva’. Ahora contrapongo dicha ciencia gris a la que apuntaba Goethe con su crítica y la contrasto con ese impulso natural que lleva a los niños (no necesariamente jóvenes) a hablar de cosas tan cósmicas como el universo, el corazón del hombre, el bien o el fin de absolutamente todo. Ese impulso teórico, esa trascendencia de lo interesante, es lo que yo llamo lo dorado (y sé perfectamente que esta expresión no es significativa). Pues bien, a la ciencia positiva le es imposible atender a lo dorado, por eso siempre es gris. Esto es debido a que la ciencia positiva no es ningún hombre si no un método; y dicho método reduce su campo de estudio, en pro de la eficacia, al ámbito controlable por el hombre: la lógica y las matemáticas. Por este camino, toda reflexión acerca de los fundamentos de las ciencias positivas no puede ser de ninguna manera teórica si no interesada. No se alcanza la realidad entera si no sólo su abstracción en números y hechos verificables. Los pensamientos que se hacen buscando fundamentar la ciencia positiva son igual de interesados que la misma ciencia positiva. El interés reduce nuestra visión de lo real, la ciencia positiva es, en esencia, interesada.

Hoy en día, después de Gödel, ni siquiera es necesario replicar a Russel. La historia le ha replicado ya demasiado. En efecto el lenguaje es vago en algunos de sus términos, y sin embargo sabemos que es imposible llevar a cabo el ideal de un lenguaje formal como soñaba Russel. Verificar un hecho (-un per accidens-, que no es más que una coincidencia, una reducción de la realidad) con la experiencia empírica, es una manera muy poco rigurosa de pensar. A esa falta de rigor respecto a la verdad, hay que añadir un rigorismo fanático por la precisión del lenguaje.

Si bien en sus comienzos el empirismo inicio apelando al sentido común, lo perdió en su decadencia: después de Berkeley hay que ser necio para ser empirista. El dogmatismo de los sentidos y la representación, el dogmatismo de las batas blancas, le arrancó a la filosofía del sentido común, su sentido común. Por eso un hombre de ‘sentido común’ como Russel afirma que es lógicamente imposible escapar del solipsismo.

Cuando los Filósofos dejamos de hablar de la realidad; nuestro nido de pájaros en la cabeza, los millones de notas en nuestro bolsillo, nuestras gafas bizarras, nuestros hábitos bizarros, nuestra mirada al vacío y el desorden en nuestra habitación; dejan de tener sentido para el resto de los hombres. Ya no somos filósofos (gente inaudita) sino gente anormal.

martes, 20 de octubre de 2009

Aproximaciones a la realidad


Todos los hombres por naturaleza desean saber. De modo que, cuando yo era niño preguntaba muchas cosas: ¿qué es esto?, ¿cómo funciona?, ¿para qué lo quieres? Luego fui creciendo y a base de porque síes me callé. Mis ojos dejaron de abrirse de para en par con lo cotidiano. Me acostumbre al mundo. ‘Crecí’.

Cuando terminé bachillerato la vida me impulsó a buscar algo productivo que hacer con mi vida. Tuve miedo de estudiar Filosofía, aunque quería. Nadie estudiaba eso, nadie creía en los filósofos, eran prácticamente profesores más cultos de lo normal y punto. No había nada de gloria en ello.

Por lo tanto, disfracé mi afán de verdad en las ciencias, en concreto en la medicina; su prestigio me atraía. Quería estudiar neurología para investigar de qué manera está conectada el alma con el cuerpo. No funcionó. La biología y la química estaban bien pero algo no cuadraba en el esquema. Seguí mi intuición. Dejé una profesión segura, arropado en cierto aire de romanticismo juvenil, y decidí estudiar Filosofía en España. Me alejé de mi casa y de mis amigos. Perdí un año de estudios. Tuve que empezar todo desde cero. Aún no sé como me voy a ganar la vida cuando crezca y noto, conforme pasa el tiempo, que pierdo credibilidad ante la gente. Sin embargo, al día de hoy, puedo decir que ha valido la pena. En el fondo, y es lo que respetuosamente quisiera compartir en este ensayo, mi experiencia personal resume una lección muy importante en Filosofía: la diferencia entre ciencia y filosofía.

“Todos los hombres por naturaleza desean saber”[1]. Y el verbo saber puede decirse de muchas maneras. Fuera de bromas, existen muchos tipos de conocimiento. Una distinción muy útil para el tema en cuestión es la distinción entre el saber teórico y el saber práctico.

El saber teórico por un lado, no persigue ningún fin más que el mismo saber. La verdad teórica no es interesante. Me aclaro, no es interesante en el sentido de que en si misma no es útil para la vida de los hombres. El saber teórico no hace a un hombre más ético o un experto en construcción de aviones. Más bien, es una actividad que tiene su fin en la misma actividad. Cuando se conoce se ha conocido, se está conociendo y se puede seguir conociendo. Por eso, en cierto sentido, Kant no mentía cuando afirmó que tras siglos de discusión la filosofía seguía siendo una ciencia estéril.

Por otro lado, el saber práctico, es un tipo de conocimiento que tiene su fin fuera de la misma actividad. Es un saber para algo.

Partiendo de esta distinción, me gustaría encuadrar a la ciencia moderna dentro del saber práctico.

El método científico consiste principalmente en buscar, con base en la experiencia empírica y la inducción, las leyes matemáticas que rigen el comportamiento de la naturaleza con el fin de elaborar productos que hagan más fácil la vida al hombre.

Así, el método de la ciencia moderna, aunque sus resultados son asombrosos y numerosos, separa inevitablemente a la ciencia del saber teórico. Esto se debe principalmente a dos motivos:

El primero es que el método reduce toda la realidad a números. En cierto sentido el método de la ciencia se queda sólo con la parte matematizable de la realidad. Por eso nunca dice nada de lo que cae fuera del ámbito matemático. La ley de la gravedad no es ni buena, ni bella, es simplemente exacta.
El segundo es que la ciencia moderna está interesada de entrada. No busca la verdad por sí misma sino que la busca con fines extrínsecos a ella misma. Al método científico no le interesa si existen o no las cosas, sino la manera en que puede incidir en ellas para “convertirnos como en dueños y poseedores de la naturaleza”
[2]. Por eso el método científico limita su campo de investigación a lo interesante para su propio fin.

Con base en todo lo anterior, voy a tener el atrevimiento de denunciar un grave error intelectual: el cientificismo. El cientificismo consiste principalmente en la confusión del saber filosófico con la ciencia moderna. Es la creencia infundada en que la ciencia proporciona conocimientos ciertos y unívocos sobre cómo es el mundo en realidad. El conocimiento adecuado para hablar de la realidad es el teórico pues este no limita su campo de estudio en ningún sentido (no está interesado en otra cosa que en conocer).Este error intelectual no sólo se limita a los científicos (a los cuales admiro profundamente) si no que también afecta a los filósofos, los grandes filósofos de la modernidad construyeron su pensamiento o bien inspirados en el método científico, (Descartes, Spinoza, Kant) o bien en torno al mismo método científico (el empirismo británico).

En conclusión, es un gran avance para la filosofía analítica (que inicialmente nació en cierto humus cientificista) la denuncia del cientificismo. De esta manera algunas de sus características más positivas como el trabajo en equipo o el rigor lógico pueden llegar a convertirse en herramientas potentes para el saber filosófico en general. Con la denuncia del cientificismo, la filosofía contemporánea gana en identidad propia y pone sus propias armas al servicio del saber filosófico. En estos tiempos en los que el pensamiento débil tiene primacía, es menester para todas las tradiciones filosóficas rescatar a la sabiduría y defenderla como lo hizo Sócrates con los sofistas.


[1] Aristóteles, Metafísica, I 1 ,981a

[2] Descartes, D.M., 6

domingo, 18 de octubre de 2009

El voluntarismo matemático

La filosofía cartesiana tiene un marcado carácter práctico. A juicio de este autor, esto provoca un daño muy serio a la filosofía. El presente texto se propone argumentar al hilo de dos capítulos del discurso del método, los efectos que tiene la concepción práctica de la filosofía en la actividad filosófica.

El ensayo se centrará principalmente en la tercera y sexta parte del discurso. En la primera, al hablar de la moral provisional, se estudiarán las influencias que Descartes recibe de los estoicos en el plano moral; Además, y principalmente, se estudiará la influencia de Montaigne y el escepticismo en la concepción de la filosofía para Descartes.
La concepción decididamente práctica de la filosofía cartesiana enlaza directamente con la sexta parte de su discurso en la que aparecen los posibles resultados del ejercicio filosófico. Aquí aprovecharemos para estudiar la noción de autodeterminación presente en toda la filosofía moderna, y por lo tanto, también en Descartes.
Para concluir nos adentraremos en la actitud filosófica implicada en la filosofía cartesiana y señalaremos algunas inconveniencias de esta actitud.

Durante algunos años se consideró a Descartes como un revolucionario de la filosofía; su sistema se considero como un rompimiento radical con la filosofía anterior. Sin embargo, hoy en día no es ninguna novedad señalar la estrecha conexión del pensamiento cartesiano con la antigüedad clásica. Su método, como ya señaló el profesor Alvira, presenta ciertas sintonías con el método socrático (aunque tiene diferencias muy importantes). En el plano moral no se da la excepción. Parece que Descartes estuvo fuertemente inspirado por la corriente estoica, por lo menos a la hora de establecer su moral provisional. La influencia estoica se aprecia directamente en su tercera máxima: “Procurar siempre vencerme a mí mismo antes que a la fortuna y alterar mis deseos antes que el orden del mundo”[1]. Como es bien sabido, para los estoicos la felicidad consistía en reprimir el deseo lo más posible de manera que los cambios del destino no afectaran a la posesión de la felicidad. Es decir, no depender de nada ajeno a uno para ser feliz.

Además de la influencia clásica en la moral provisional, hay una influencia más directa y más determinante, la de Michel de Montaigne. Montaigne fue un pensador escéptico que marcó decisivamente el carácter de la filosofía cartesiana. Él pensaba que el ser humano es incapaz de verdad porque el conocimiento depende directamente de la experiencia empírica y esta está sujeta a constantes cambios y alteraciones. Por lo tanto no se puede conocer ningún tipo de certeza si no sólo expresar ciertas opiniones verosímiles. Sin embargo, a esto se presenta una objeción muy importante: ¿cómo debe conducirse uno por la vida? La raíz de esta objeción radica en que si bien se puede ser escéptico en el plano teórico no se puede ser escéptico en el práctico. Para los hombres vivir es inevitable y por lo tanto es imposible no actuar de una manera u otra.
Montaigne responde a esta cuestión recomendando la adhesión a las normas y costumbres del país en el que se vive, la adhesión a la opinión de los hombres célebres (se refiere sobre todo a los autores romanos) y recomienda estar dispuesto a acatar lo que depare la fortuna sin pretender cambiarla.
De manera que Montaigne influye en el plano práctico de dos maneras en Descartes. Primero indirectamente al presentar el estoicismo como un remedio para la perplejidad; y segundo, y de manera directa al otorgarle a Descartes una máxima para su moral provisional:
“Obedecer las leyes y costumbres […] rigiéndome en las restantes cosas según las opiniones más moderadas y apartadas de todo exceso”.[2]

Pero la influencia de Montaigne no se reduce exclusivamente a la moral provisional. De hecho, la filosofía cartesiana se entiende mejor en diálogo con escepticismo de Montaigne. Si bien en un primer momento Descartes decide adoptar el escepticismo de Montaigne (e incluso acoge parte de su pensamiento ético) es sólo para refutarlo. Desde esta perspectiva, Coppleston acierta manifiestamente al señalar que “Descartes quería […] desarrollar un sistema de proposiciones verdaderas en el que no se diese por supuesto nada que no fuera evidente por si mismo e indudable”[3]. Ahora bien, esta meta que se propuso Descartes se entiende más plenamente si se tiene en cuenta lo que el francés entendía por filosofía: “Filosofía significa el estudio de la sabiduría, y por sabiduría entiendo no solamente la prudencia en la acción si no también un conocimiento perfecto de todas las cosas que el hombre puede conocer, tanto para la conducción de su vida y la conservación de su salud como para la invención de todas las artes”[4].
De lo anterior se desprenden dos consecuencias: la primera es que Descartes busca construir un sistema que resulte indudable para cualquier tipo de escepticismo. La segunda es que Descartes concibe la ciencia como un sistema unitario para el cual es aplicable el mismo y el único método.

Quisiera detenerme en este último punto: la concepción de la ciencia como un sistema de ramas orgánicamente conectadas. Aquí se ve claramente la influencia de las matemáticas en el pensamiento cartesiano. Mientras que por un lado Descartes estaba muy preocupado por vencer el escepticismo de la época, y en su época el pensamiento estaba ya muy desprestigiado y en decadencia; las matemáticas parecían ofrecer un conocimiento claro y distinto y nunca se dudaba de ellas. De esta manera no resulta extraño el hecho que Descartes tomara el método de las matemáticas e intentará aplicarlo a la filosofía. La posesión de una evidencia tan clara como la que ofrecían las matemáticas era lo que el filósofo francés estaba buscando para combatir el escepticismo de Montaigne, liberar al hombre del error y fundamentar sólidamente la nueva manera de hacer física que estaba surgiendo en su época. Así pues, inspirado en las matemáticas Descartes rompe con la concepción que se tenía anteriormente de la ciencias: mientras que por un lado la tradición anterior consideraba que había distintas ciencias con distintos objetos cada una y que cada una tenía su método propio; Descartes considera a la ciencia como una única ciencia universal y por lo tanto que le es propia un único método.

Ahora bien, para construir el sistema que se ha propuesto Descartes aún tiene que encontrar una verdad que sea tan clara y distinta que resulte indudable para cualquier escéptico. Descartes encontrará esta verdad aplicando la duda metódica. Esto consiste en someterse voluntariamente al más severo escepticismo, volo dubitare de omnibus, y buscar una verdad que resulte inapelable. De esta manera Descartes se encuentra con la imposibilidad de negar la evidencia de su actividad pensante. Pienso, luego existo. A partir de esta verdad el filósofo francés comenzará a construir su sistema en el que incluirá la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Pero no sólo eso.

En el inicio de la sexta parte del discurso del método encontramos un legado de posibles frutos que se alcanzarán de seguir el itinerario trazado anteriormente. A partir de lo recorrido por Descartes, y aplicando correctamente su método, los hombres podríamos “Convertirnos como en dueños y poseedores de la naturaleza”[5]. Puesto que con un conocimiento tan claro y distinto de los fundamentos de la naturaleza el hombre podría elaborar artificios que “Nos permitirían gozar sin ningún trabajo de los frutos de la tierra”[6]. Y no sólo eso, también la medicina avanzaría: “Podríamos librarnos de infinidad de enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu, y hasta quizá de la debilidad que la vejez nos trae”[7].

Las anteriores citas son oportunas porque representan claramente una noción de fondo en el pensamiento cartesiano: la redención del hombre a través de la técnica.

Es muy gráfico que Descartes hable de gozar de los productos de la tierra sin ningún esfuerzo cuando en el génesis aparece precisamente el trabajo como una imposición divina al hombre tras abandonar el paraíso. Además cuando alude a la superación de la debilidad de la vejez es como si Descartes quisiera arañar de la técnica cierta superación de la limitación humana.

Pero dejando de lado estas curiosidades, es remarcable que como padre de la filosofía moderna se encuentren en Descartes notas comunes en toda la modernidad. Para Descartes lo más radical en el hombre no es el cogitor si no lo anterior a el, la voluntad. En efecto, lo que en realidad se presenta como evidente para Descartes no es el pensamiento si no la duda, y la duda es una actividad de la voluntad que preexige la libertad: “Tuvimos una prueba muy clara de eso; porque, al mismo tiempo que tratábamos de de dudar de todas las cosas percibíamos en nosotros una libertad que nos permitía abstenernos de creer lo que no fuera perfectamente serio e indudable”.[8] De manera que, antes de pensar el hombre es libre y quiere. Esto está en sintonía con el pensamiento de Duns Escoto y de Guillermo de Ockham que consideran que el hombre es una voluntad libre que quiere con independencia de la razón. Ahora bien, si la voluntad puede querer lo que sea significa que no está determinada previamente por nada. Es decir, si la voluntad tiene una naturaleza entonces estará inclinada a actuar de un modo u otro y por lo tanto no será libre. Por lo tanto, lo más radical del hombre es indeterminación. Sin embargo esto no puede ser estudiado racionalmente por lo que el centro de atención para todos los autores voluntaristas se encuadra en el producto de esta indeterminación. “Todo el valor de estas filosofías (…) está en la producción ya que en tanto que ahí y solamente ahí es donde el hombre se puede contemplar”[9]. “Se dice que si algo se puede esperar del hombre es en términos de resultado, porque lo anterior es indeterminación”[10]. Así pues, teniendo en cuenta el voluntarismo cartesiano no resultan extrañas sus promesas. Debido a que lo importante en el hombre son sus productos, es precisamente a través de ellos (es decir, a través de la técnica) como el hombre debe alcanzar su perfección, o con otra palabra, su redención.

En conclusión, el pensamiento de Descartes es una innovación con respecto a la filosofía anterior, consigue vencer el escepticismo de su época y marca el inicio de una nueva etapa en la historia de la filosofía. Sin embargo, su pensamiento no es del todo positivo. Al utilizar la duda metódica Descartes consigue darle a su sistema un giro voluntarista. De esta manera, el acercamiento a la realidad queda limitado de entrada. La admiración deja de ser el punto de inicio de la filosofía, a partir de ahora será la duda (que en el fondo es la voluntad). Esto implica dos cosas: la primera es que antes de filosofar se tiene una intención distinta a la misma actividad (en Descartes es la superación del escepticismo y el progreso de la técnica); y en segundo lugar que el acercamiento a la realidad estará limitado por esa intención, de manera que el filósofo buscará en la realidad lo que se adecue a su sistema y lo otro lo desechará.

La Filosofía es una actividad inútil técnicamente, no aporta datos para la construcción de artefactos. La Filosofía consiste en admirarse sin interés de lo dado y a partir de allí encontrar el fundamento de ello. Los frutos prácticos son consecuencias posteriores a la especulación. Sólo si se conoce la naturaleza del hombre se conoce como mejorarla. Si se concibe a la Filosofía como una ciencia práctica, es normal que se le considere estéril y en continuo estancamiento. Aunque indisputablemente esta no era la intención de Descartes.


[1] D.M., 3

[2] Ibidém

[3] COPPLESTON F., Historia de la Filosofía Vol.IV. Ariel, Barcelona 1971. p.69.

[4] P.F. Carta Preliminar

[5] D.M., 6

[6] Ibídem

[7]

[8] P.F., 1, 39; A.T., VIII, 19-20

[9] POLO L., Lo radical y la libertad; en Persona y libertad, Eunsa. Pamplona, 1996. Pág. 185

[10] POLO L., Lo radical y la libertad; en Persona y libertad, Eunsa. Pamplona, 1996. Pág. 196

miércoles, 22 de abril de 2009

Un viejo que leía novelas de amor

Quizá por ser latinoamericano sintonicé mucho con este autor. Para empezar quisiera resaltar como la historia está construida toda sobre una sola idea: la historia de Antonio José Bolívar invita a trasladarse a la selva del Amazonas. Creo que la intención principal era esa, acercar al lector a la selva amazónica y ayudarle a valorar los tesoros naturales que esta ofrece. Siguiendo esa idea presenta a los indios shuar, nativos de la selva, y a Antonio José, el protagonista como una comunidad armoniosa con el entorno y los demás seres vivos. Por otro lado encarna en el alcalde y en los turistas, la figura de una civilización invasora. A estos los presenta como torpes, inútiles y comodones dejando clara su postura desde el principio del libro.

El lenguaje del libro está muy cuidado, parece como si el autor hubiera seleccionado cuidadosamente cada palabra para que la fonética encajara con las ideas que quiere transmitir, de alguna manera, las palabras suenan como en sintonía con el ambiente selvático que predomina en toda la historia. La lectura es muy ligera y amena, y consigue mantener la atención del lector durante toda la lectura. Las descripciones son muy gráficas, y sitúan al lector en el corazón de la selva, lleno de colores intensos, sonidos de animales y la tranquilidad propia del alejamiento de la civilización.
Como valoración final me gustaría añadir que me quedo con la forma: ligera, musical y sencilla. Perfectamente adecuada para el tema principal. Sin embargo en el fondo me queda un mal sabor de boca. El ecologismo y el cuidado de la naturaleza son ideas muy valiosas, pero en lo personal prefiero libros que toquen temas mucho más nucleares al hombre. A pesar de eso, el libro ocupa el tercer puesto entre los libros que nos han encargado leer en la asignatura, y sin lugar a dudas buscaré más libros de él, para leer en verano.

viernes, 17 de abril de 2009

¿Cuál es la relación entre la razón y la fé?

Mi respuesta es tentativa, no es definitiva. Tuvo que ser improvisada sobre la marcha para una tarea de filosofía medieval. Copio y pego directamente:
Pienso que la fe en cierto sentido impulsa a la razón. El problema que plantea esta cuestión es el mismo que se discutía a finales del siglo XIII, la primacía de la razón sobre la voluntad o viceversa. Yo solo tengo una idea intuitiva de la posible solución a este problema, pero me basta por el momento, por lo demás no es mía, y además no se si esta entendida correctamente, pero hasta el momento es la que más me convence.
La voluntad impulsa a la razón, pero no la voluntad entendida como se entiende tradicionalmente. La voluntad que impulsa a la razón no es parte de la esencia humana si no es parte de su acto de ser (no se si sea correcto llamarle voluntad), Leonardo Polo le llama amor personal, (aunque yo no acabo de hacerme cargo por completo de esto. De manera intuitiva me parece que el acto de ser humano actualiza la esencia humana y produce las facultades que conocemos de su esencia, sí la esencia es pura potencia tiene que existir un acto que las justifique, según mi parecer la inteligencia y la voluntad no son si no expresiones distintas del mismo acto creo que la inteligencia y la voluntad son como coletillas de los trascendentales que hay en el acto de ser, del conocer personal y del amar personal. Además me parece haber escuchado que a nivel trascendental la inteligencia y la voluntad se confunden por lo que lo actualizante de las potencias es lo mismo. De esta manera el amor personal dirige a la inteligencia y a la voluntad a un objeto y dependiendo de la relación del objeto con el hombre este puede ennoblecerse o envilecerse, de manera que cuando el hombre ama lo superior se ennoblece pues el amor nos adecua al objeto.
Sin embargo para amar hay que conocer y al Absoluto, lo más superior, no lo puede abarcar de un solo golpe nuestra inteligencia. No obstante si se le puede intuir, y sobre todo amar, de esta manera un acto voluntario como es la fe, ennoblece al hombre y lo capacita para entender cada vez más, cada vez mejor, al objeto de su amor. Es evidente que mi opinión esta llena de supuestos pero creo que estos supuestos no son absurdos si no que requieren de más estudio y profundización, Considero muy negativa la actitud de descartar de entrada algo que no se alcanza a entender por completo. Espero, con el tiempo, llenar la gran cantidad de supuestos, y poder ofrecer una mejor explicación.