jueves, 19 de noviembre de 2009

Sentido común

Me gustaría aclarar de antemano que no es mi intención excitar el debate que existe entre mis compañeros de clase entre la historia de la filosofía y el filosofar. Cuando recuerdo aquella frase del Fausto “gris es la ciencia, verde el árbol de la vida” no pretendo dar razón a la facción vitalista-romántica; pero tampoco pretendo dar razón a los historiadores cuando parafraseo a Goethe y propongo mi propia visión: Dorada es la filosofía perenne, púrpuras las búsquedas nocturnas.
Se puede decir en parte, que este ensayo es una especie de síntesis; un intento de conciliar a los filósofos con los que convivo a diario. Para dicha conciliación voy a acudir a Russel, de su mano expondré cómo ambas cosas, tanto la actividad como la historia, son importantes para el quehacer filosófico.

Las apreciaciones pre-filosóficas son parte de la actividad misma del filosofar, al pensar en este extraño fenómeno (la Filosofía) ya se está haciendo Filosofía. Por eso es oportuno señalar que las apreciaciones prefilosóficas influyen de una manera determinante en Bertrand Russel y en la mayoría de los filósofos neopositivistas.

En primer lugar, hay que decir que al designar a hombres como Frege y como Russel con el nombre de filósofos lo hago, por lo menos yo, de manera análoga. Según mi criterio, un filósofo es propiamente aquel quién desarrolla su actividad filosófica con un interés primordialmente teórico. Cuando digo filósofo todos imaginamos al típico hombre no práctico, con su barba larga y blanca contemplando extasiado las estrellas mientras camina en dirección a caer en su pozo habitual. De igual manera, de ninguna manera consideramos filósofo a un demagogo moderno, con su traje Zegna, su papada de vida augusta y su discurso bolivariano: imaginamos a un Einstein, no a un Chávez. Comparado con Savater, Epicúreo nos parece casi romántico al pedir al gran Alejandro que se mueva para que no le estorbe el sol. El punto al que quiero llegar es que intuitivamente, con esa inocencia originaria que nos caracteriza, exigimos que el filósofo sea casi pobre; esto se traduce, según mi opinión, en que la sociedad considera que el filósofo, como el sacerdote, debe ser puro, desligado de todo interés práctico. Un hombre en el mundo, pero fuera de él.

Pues bien, ni el pensamiento de Frege ni el de Russel consiguen acercarse desinteresadamente al mundo. Y no porque no fueran honestos, o fueran malas personas, sino precisamente por eso que defiende la facción historiadora de clase: su contexto histórico. Es más probable que el bueno de Tales hubiera caminado por el aire cuando pasaba por encima del pozo, que de un contexto tan cientificista naciera un hombre teórico. Es como pedirle a una fábrica de bolígrafos un cachorro de san Bernardo. No voy a profundizar en este ensayo entre las evidentes diferencias entre las ciencias positivas y la Filosofía, sin embargo apelo al argumento romántico del inicio. Remarco: “gris es la ciencia” pero añado a ciencia el adjetivo ‘positiva’. Ahora contrapongo dicha ciencia gris a la que apuntaba Goethe con su crítica y la contrasto con ese impulso natural que lleva a los niños (no necesariamente jóvenes) a hablar de cosas tan cósmicas como el universo, el corazón del hombre, el bien o el fin de absolutamente todo. Ese impulso teórico, esa trascendencia de lo interesante, es lo que yo llamo lo dorado (y sé perfectamente que esta expresión no es significativa). Pues bien, a la ciencia positiva le es imposible atender a lo dorado, por eso siempre es gris. Esto es debido a que la ciencia positiva no es ningún hombre si no un método; y dicho método reduce su campo de estudio, en pro de la eficacia, al ámbito controlable por el hombre: la lógica y las matemáticas. Por este camino, toda reflexión acerca de los fundamentos de las ciencias positivas no puede ser de ninguna manera teórica si no interesada. No se alcanza la realidad entera si no sólo su abstracción en números y hechos verificables. Los pensamientos que se hacen buscando fundamentar la ciencia positiva son igual de interesados que la misma ciencia positiva. El interés reduce nuestra visión de lo real, la ciencia positiva es, en esencia, interesada.

Hoy en día, después de Gödel, ni siquiera es necesario replicar a Russel. La historia le ha replicado ya demasiado. En efecto el lenguaje es vago en algunos de sus términos, y sin embargo sabemos que es imposible llevar a cabo el ideal de un lenguaje formal como soñaba Russel. Verificar un hecho (-un per accidens-, que no es más que una coincidencia, una reducción de la realidad) con la experiencia empírica, es una manera muy poco rigurosa de pensar. A esa falta de rigor respecto a la verdad, hay que añadir un rigorismo fanático por la precisión del lenguaje.

Si bien en sus comienzos el empirismo inicio apelando al sentido común, lo perdió en su decadencia: después de Berkeley hay que ser necio para ser empirista. El dogmatismo de los sentidos y la representación, el dogmatismo de las batas blancas, le arrancó a la filosofía del sentido común, su sentido común. Por eso un hombre de ‘sentido común’ como Russel afirma que es lógicamente imposible escapar del solipsismo.

Cuando los Filósofos dejamos de hablar de la realidad; nuestro nido de pájaros en la cabeza, los millones de notas en nuestro bolsillo, nuestras gafas bizarras, nuestros hábitos bizarros, nuestra mirada al vacío y el desorden en nuestra habitación; dejan de tener sentido para el resto de los hombres. Ya no somos filósofos (gente inaudita) sino gente anormal.