lunes, 15 de noviembre de 2010
La libertad en Rousseau: la disolución del hombre en la comunidad
La tragedia de la belleza inasequible
“Yo soy aquel para quién están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos” (I,20)
Al aproximarse a la novela de Cervantes uno encuentra una beta inagotable de inspiración, se siente como un niño que va por primera vez a un zoológico, o como la primera vez que entiende porqué los hombres se han admirado siempre del cielo estrellado. La mayor dificultad que encuentra uno al intentar expresar esa maraña de ideas cervantinas es no abarcarlo todo. Se siente la necesidad de poner al lector delante de la belleza que irradian las gestas del Caballero de la Triste Figura, pero como resulta imposible hacer esto, se vuelve entonces imposible deshacerse de cierto sentimiento de profanación. Quizá lo más difícil al hablar de la novela de Cervantes es centrarse en uno solo de sus aspectos, habría que tomar la maraña cervantina y desmenuzarla, recortar y pegar trozos de aquel “rastrillado, torcido y aspado hilo”[1] e intentar mostrar un aspecto nítido de toda la realidad que en realidad muestra el Quijote.
viernes, 12 de febrero de 2010
Caminos con enredaderas
En esta línea, la distinción que aporta el profesor Nubiola entre pragmatismo y relativismo es muy oportuna para sanar el escepticismo. Entender que el rechazo del cientificismo no implica la aceptación del relativismo es muy importante para el principiante escéptico. Por tanto, la tesis que vamos a proponer aquí dice que dicha distinción (pragmatismo-relativismo) sugiere una posible salida de la desesperanza al principiante. Esto se debe a que le abre al inexperto la posibilidad de recorrer el camino de los demás; no es necesario volver a abrir la brecha, es posible comenzar donde terminaron otros.
Para comenzar, por tanto, mi breve e inexacta exposición, me gustaría resaltar dos características claves del pragmatismo: el rechazo del cartesianismo y el rechazo del cientificismo. Ambos rechazos se pueden entender integralmente desde un punto de vista concreto: el rechazo de la reducción de la realidad.
Por cartesianismo entendemos, entre otras cosas, la tendencia a reducir la realidad a un sistema de proposiciones lógicas apoyadas en un axioma. En otras palabras, significa decir al principiante que la filosofía consiste principalmente en meter la selva en una bolsa. El filósofo, pobre y novato, podría pasar toda su vida tejiendo una bolsa suficientemente grande y aún así, nunca conseguiría abarcar toda la jungla.
Por cientificismo entendemos conceder a la ciencia positiva el estatuto definitivo de juez de la verdad. Si la realidad no encaja en el esquema de la ciencia positiva, mal por la realidad. Es un tipo de cartesianismo peculiar cuyo esquema a seguir es el de las ciencias positivas. No se trata de alcanzar la verdad sino de justificar a las ciencias empíricas. Los cientificistas, a diferencia de los filósofos, no quieren llegar al final del camino sino demostrar que el camino que recorre la ciencia es el único. Lo importante no es la meta sino avanzar; la meta es avanzar.
Quise utilizar la metáfora de la selva para poner de manifiesto que la realidad es mucho más compleja de lo que pretenden algunos. Quizá la principal característica de todos los reduccionistas es no reconocer la realidad como tal. Si la gente no pretende salir de la selva es porque no se ha dado cuentan de que está dentro de ella. Esto queda plasmado perfectamente en la alegoría de la caverna, cuando el filósofo dice a los demás que la realidad es causa de las sombras y es rechazado: le dicen al barbudo ingenuo “no hay que duplicar entes sin necesidad”. Tal vez hay que ser un poco desvergonzados y contestar a los necios: “no hay que reducir entes sin necesidad”.
En este sentido, el pragmatismo es un alivio para la época posmoderna pues efectivamente consigue reconocer y desenmascarar el error del reduccionismo. Cuando el pragmatismo proclama el pluralismo, no lo hace por escepticismo sino todo lo contrario: lo hace porque precisamente se da cuenta de que la realidad es demasiado compleja. Se da cuenta de que la realidad no es un desierto sino una selva rica en matices.
Reconocer que el avanzar hacia la verdad no es la verdad es un gran paso hacia la verdad. El pragmatismo es un reconocimiento del método como método y no como verdad. Todo esto implica hacer nuestros esquemas más flexibles. Falibles. Ahora bien, esto no significa negar la realidad si no abrirse a ella. La flexibilidad de esquemas hace posible el pluralismo, mi esquema no es el único. La brecha que he abierto yo puede no ser la más profunda. El pobre escéptico, con su cuchillo de mantequilla, le debe al pluralismo la capacidad de recorrer la misma brecha que Aristóteles.
La clave de la distinción entre pluralismo y relativismo consiste en que el pluralismo piensa que la brecha que abrimos los hombres se dirige a algún lado; mientras que el relativismo piensa que la brecha que abrimos es irrelevante. Como se ve la clave se encuentra en la verdad. Los hombres tenemos cierta inquietud a recorrer —y si es posible, incrementar—la brecha porque estamos llamados a salir de la selva. Por eso alguna vez un gran explorador dijo: “Todos los hombres por naturaleza desean saber” . El pluralismo, a diferencia del relativismo, no sólo reconoce que tiene sentido abrir brechas, sino que, como se va hacia algún lado, hay unas brechas mejores que otras.
jueves, 4 de febrero de 2010
La redención del escritor desencantado
Constantemente se les llama visionarios. Es como si vieran más que el resto, se fijan constantemente en cosas que nadie repara. Nadie duda, en que son gente extraordinaria, que han sido lo más humanos que pudieron ser. Que cierta energía los impulsaba con vehemencia a expresar lo que expresaron, a decir lo que dijeron. Hoy en día nos seguimos estremeciendo con su canto, que, de manera menos poética, puede entenderse como el legado cultural de occidente.
El filósofo y el genio comparten la misma actitud. La misma sed. De entrada ambos tienen los ojos muy abiertos (como una lechuza) y una sonrisa de paz en los labios. Sienten una luz que les ilumina la cara. El núcleo de la realidad se les presenta con suavidad, se les sugiere, y entonces salen en su búsqueda. No quieren conquistar el mundo, quieren encontrarlo. La vida del genio es una persecución de la belleza sugerida en instantes muy puntuales y concretos de su vida. La admiración les marca, de una vez por todas, el único camino que merece la pena ser vivido. Comparten los dos, pues, que no viven en las apariencias. Comparten la sed de realidad. La mirada certera que apunta a las claves de las cosas.
La expresión del genio se manifiesta de muchas maneras, he de reducir aquí la indagación, por razones obvias, a una de esas manifestaciones. El genio como escritor..
El escritor auténtico, se caracteriza por una sola cosa. El pensamiento dirige su pluma, y la belleza dirige su pensamiento. Le tienen sin cuidado los esquemas que inventan los críticos. Cervantes no se preocupó de que no existiera un género para la novela que quería escribir. A Shakespeare no le importó que aún no existiera el teatro isabelino. Estos hombres, que irrumpen de vez en cuando en la historia y la sacuden, no se guían por las apariencias sino que las destrozan, las desenmascaran.
El único sentido que tiene una obra de literatura es mostrar la realidad. Es admirar a los demás. Cuando desaparece la ficción, se tiende a olvidar la diferencia entre la realidad y los sueños. Por más evidente que suene es importante remarcar que la realidad es condición de posibilidad para la ficción. El verdadero escritor es consciente de que la ficción es precisamente eso, ficción, y por eso no pretende que su obra substituya a la realidad. Ahora bien, es también consciente de que, sea como sea, su ficción tiene que conseguir remitir a ese aspecto concreto de la realidad que contempla. Como es es su único fin, no le importa nada que no se adapte a a su meta. Si es necesario inventar un género literario lo inventa; si es preciso escribir siete libros, los escribe. Si sólo hacen falta dos líneas solo escribe dos. La técnica se subordina a su intención. Vender libros, o ser reconocido es una cosa completamente accidental a esta actividad vital.
El escritor es un hombre hambriento de realidad que, conforme se va haciendo a ella, tiene la irremediable responsabilidad de transmitirla a los demás. Contemplar exige comunicar. Se puede decir entonces que el escritor es un medio de conectar a la sociedad con la realidad. Así es como contribuye al bien común.
La sociedad debe a los escritores, a los auténticos, la distinción entre apariencia y realidad. Siempre que se pone al hombre frente a la realidad se le pone frente al problema de el ser y el pensar. Y justo cuando se pone al hombre frente a ese problema, es cuando el hombre se descubre a sí mismo como distinto al mundo. Es cuando ocurre la admiración.
Como se ve, la admiracón es lo que nutre y vivifica la auténtica labor intelectual. Sin embargo, para experimentarla hace falta cierta actitud vital a la que los hombres llamamos humildad. Evidentemente este tema merece un ensayo entero.
martes, 26 de enero de 2010
La tragedia del escritor desencantado
Cuando un adolescente se da cuenta del valor que tiene un buen libro ocurren dos cosas. En primer lugar se admira; siente algo gordo, presiente que lo substancial es mejor que la ligereza: quiere más. Precisamente por esa necesidad de substancialidad, de profundidad, aparece el segundo fenómeno: elevado ante esa necesidad de intríngulis, contempla a sus iguales y los ve sumergidos en las apariencias, y entonces se siente superior. Cuando ocurre eso, el adolescente está perdido.
Sin siquiera notarlo, esa auténtica necesidad de profundidad es substituida poco a poco por una complacencia de sí mismo. Conforme avanza la enfermedad, la auténtica necesidad se va convirtiendo cada vez más en una imaginación, se va vaciando de realidad hasta que queda sólo como un postulado: una postura. Mientras tanto, el enfermo se va formando en cosas inútiles pero insubstanciales (por ejemplo, la ortografía) y va aprendiendo la 'técnica' correcta para escribir. Se va olvidando del fin y se concentra en los medios. Ya no le importan las ideas si no la manera en que se presentan. Y alrededor de los 30 años, con un look formal-bohemio y unas gafas gruesas, de pastaflora, contempla por última vez su artificial necesidad de realidad y se ríe de las locuras de su adolescencia. Está casi muerto. Lo importante ya no es ser como Dostoievski, ¿porque quién compra a Dostoievski hoy en día?, sólo un montón de adolescentes ilusos. Lo importante para nuestro desgraciado es ser como Dan Brown o como Rowling. Lo importante es que el libro que va a escribir aparezca en el VIPS y en el Corte Inglés. Lo importante es que las gafas sean de buena marca. Lo importante no es escribir, es comer. Por eso se pondrá a escribir sobre los templarios o sobre lo que haga falta. Para que cuando vendan unos cuantos ejemplares pueda decirlo en su círculo social mientras se toma un mate (porque Cortázar lo hacía). Llegados a este punto, nuestro futuro escritor esta perdido. Lo atrapó el intelectualismo desde su nacimiento.
Es trágico cuando los hombres pierden su vocación sin enterarse siquiera. Es trágico cuando un hombre se engaña pensando que sigue una estrella cuando en realidad lo mueven como marioneta.
domingo, 6 de diciembre de 2009
Apología del lenguaje científico
En 1918 Ludwig Wittgenstein conmocionó al mundo justo cuando el mundo que salía de una gran conmoción. Ese año terminó la Gran Guerra, el conflicto armado más grande de la historia hasta aquel entonces. Wittgenstein, con la publicación del Tractatus, conmovió los cimientos del pensamiento como Alemania lo hizo con el mundo. Alemania lo haría una segunda vez, Wittgenstein también: pero esa es otra historia. En aquellos días daba la impresión de que el mundo iba demasiado rápido. Ya se veía entonces que la velocidad de la modernidad no era del todo conveniente. Trazar un límite, frenar a la filosofía (en el sentido de disminuir la velocidad), ya había sido intentado por muchos filósofos anteriores a él. Aún así, la posmodernidad no llegó hasta que llegó él.
En ocasiones me parece que hay dos tipos de pensadores. Unos más prudentes y cautelosos y otros más osados pero en ocasiones precipitados. Unos pretenden alcanzar la verdad hasta tal punto que pueden llegar a construir sistemas tan poderosos como para llegar a la realidad desde un representacionismo sin intencionalidad. Los otros, aman la verdad lo suficiente como para detectar y denunciar los excesos de los primeros. No pretendo hacer aquí una dialéctica entre tipos de filósofos. Más bien, quería apuntar a una idea que me parece fundamental para expresar mi opinión sobre el pensamiento, tan escasamente conocido por mí, de un hombre que parece haber cambiado la historia de la filosofía. A mi modo de ver, hay unos pensadores que impulsan a la filosofía, y otros que la previenen de caer en un barranco.
La labor crítica de la filosofía, en la humilde opinión de este autor, consiste en desmontar el idealismo y regresar al sentido común, a la realidad. Nadie que esté en sus cabales pretende adscribirse la etiqueta de idealista. Quizá, en el sentido en el que estoy hablando, todo filósofo se considera a sí mismo realista. Cuando Berkeley llevó al empirismo de Locke a una de sus últimas consecuencias y negó la substancia material se defendió a capa y espada; en todo momento se consideró más realista que todos los filósofos. Lo mismo podríamos decir de Fitche, Schelling o Hegel. En filosofía la palabra idealista parece ser uno de los insultos más grandes que se pueden recibir. Wittgenstein, desde esta perspectiva, es para mí un filósofo realista. Es de esos que no cayó en el barranco, sino que al contrario sirvió de ancla para que no cayeran los demás.
Para un estudiante de filosofía, Wittgenstein parece de entrada un aguafiestas. Un pensador que viene a imponer límites al pensamiento, es como un adulto que, a mitad de la fiesta, apaga la música y manda la gente a su casa. La prudencia no se lleva bien con la juventud. Aquí me gustaría añadir un matiz muy importante, pues a mí me costó entenderlo: Wittgenstein no es un crítico inhumano, su crítica no es a lo inefable sino a la imprudencia. Cuando Wittgenstein traza los límites del lenguaje, no pretende exterminar a la poesía ni al arte, no pretende exterminar todo lo que está detrás de esos límites. Por el contrario intenta protegerlos. Para Wittgenstein, hay que callar lo que no se puede hablar sólo cuando se está haciendo ciencia, no cuando se experimenta la belleza interior de una persona. Creo que Wittgenstein tenía un pensamiento mucho más profundo que el que se atrevió a expresar y precisamente por eso decidió limitar el lenguaje científico. Quiso separar lo Dorado de la ciencia gris de su época. La Belleza y la ciencia (tal como la entendía él) no se llevan bien. Para él, la ciencia es gris y la poesía es dorada pero de ninguna manera la poesía puede ser gris o la ciencia dorada. Cuando hablamos de lo inefable nos quedamos siempre cortos, a veces decimos tonterías, esas tonterías se le pueden perdonar a un poeta, pero no a un filósofo.
Por estas razones, mi reproche a Wittgenstein no es una apología de la filosofía si no una apología del lenguaje. Aunque no lo entienda como se merece, y evidentemente resulte muy aventurado exponerlo, me parece que cuando Wittgenstein limita al lenguaje científico lo está matando. Una cosa es enlazar al filósofo que corre al abismo y otra asfixiarlo con el lazo. Lo inefable es quizá lo más inteligible que hay, el problema es confundir lo inteligible con lo claro y distinto. Cuando se limita al lenguaje, cuando se le separa del pensamiento, el lenguaje pierde sentido. El pensamiento es el que dota de significado al lenguaje, y no al revés. Este giro, efectivamente limita al pensamiento, pero es evidente que el lenguaje al conservar exclusivamente su convencionalidad está destinado necesariamente a desaparecer, a perder su racionalidad.
jueves, 19 de noviembre de 2009
Sentido común
Me gustaría aclarar de antemano que no es mi intención excitar el debate que existe entre mis compañeros de clase entre la historia de la filosofía y el filosofar. Cuando recuerdo aquella frase del Fausto “gris es la ciencia, verde el árbol de la vida” no pretendo dar razón a la facción vitalista-romántica; pero tampoco pretendo dar razón a los historiadores cuando parafraseo a Goethe y propongo mi propia visión: Dorada es la filosofía perenne, púrpuras las búsquedas nocturnas. ‘
Se puede decir en parte, que este ensayo es una especie de síntesis; un intento de conciliar a los filósofos con los que convivo a diario. Para dicha conciliación voy a acudir a Russel, de su mano expondré cómo ambas cosas, tanto la actividad como la historia, son importantes para el quehacer filosófico.
Las apreciaciones pre-filosóficas son parte de la actividad misma del filosofar, al pensar en este extraño fenómeno (
En primer lugar, hay que decir que al designar a hombres como Frege y como Russel con el nombre de filósofos lo hago, por lo menos yo, de manera análoga. Según mi criterio, un filósofo es propiamente aquel quién desarrolla su actividad filosófica con un interés primordialmente teórico. Cuando digo filósofo todos imaginamos al típico hombre no práctico, con su barba larga y blanca contemplando extasiado las estrellas mientras camina en dirección a caer en su pozo habitual. De igual manera, de ninguna manera consideramos filósofo a un demagogo moderno, con su traje Zegna, su papada de vida augusta y su discurso bolivariano: imaginamos a un Einstein, no a un Chávez. Comparado con Savater, Epicúreo nos parece casi romántico al pedir al gran Alejandro que se mueva para que no le estorbe el sol. El punto al que quiero llegar es que intuitivamente, con esa inocencia originaria que nos caracteriza, exigimos que el filósofo sea casi pobre; esto se traduce, según mi opinión, en que la sociedad considera que el filósofo, como el sacerdote, debe ser puro, desligado de todo interés práctico. Un hombre en el mundo, pero fuera de él.
Pues bien, ni el pensamiento de Frege ni el de Russel consiguen acercarse desinteresadamente al mundo. Y no porque no fueran honestos, o fueran malas personas, sino precisamente por eso que defiende la facción historiadora de clase: su contexto histórico. Es más probable que el bueno de Tales hubiera caminado por el aire cuando pasaba por encima del pozo, que de un contexto tan cientificista naciera un hombre teórico. Es como pedirle a una fábrica de bolígrafos un cachorro de san Bernardo. No voy a profundizar en este ensayo entre las evidentes diferencias entre las ciencias positivas y
Hoy en día, después de Gödel, ni siquiera es necesario replicar a Russel. La historia le ha replicado ya demasiado. En efecto el lenguaje es vago en algunos de sus términos, y sin embargo sabemos que es imposible llevar a cabo el ideal de un lenguaje formal como soñaba Russel. Verificar un hecho (-un per accidens-, que no es más que una coincidencia, una reducción de la realidad) con la experiencia empírica, es una manera muy poco rigurosa de pensar. A esa falta de rigor respecto a la verdad, hay que añadir un rigorismo fanático por la precisión del lenguaje.
Si bien en sus comienzos el empirismo inicio apelando al sentido común, lo perdió en su decadencia: después de Berkeley hay que ser necio para ser empirista. El dogmatismo de los sentidos y la representación, el dogmatismo de las batas blancas, le arrancó a la filosofía del sentido común, su sentido común. Por eso un hombre de ‘sentido común’ como Russel afirma que es lógicamente imposible escapar del solipsismo.
Cuando los Filósofos dejamos de hablar de la realidad; nuestro nido de pájaros en la cabeza, los millones de notas en nuestro bolsillo, nuestras gafas bizarras, nuestros hábitos bizarros, nuestra mirada al vacío y el desorden en nuestra habitación; dejan de tener sentido para el resto de los hombres. Ya no somos filósofos (gente inaudita) sino gente anormal.