lunes, 15 de noviembre de 2010

La libertad en Rousseau: la disolución del hombre en la comunidad


"Everything is good as it leaves the hands of the Author of things; everything degenerates in the hands of man." (Emille I,37)

 

Introducción


            Sin lugar a dudas el concepto de libertad es de vital importancia para la interpretación del ser humano, y por tanto, de su vida política. El presente texto busca rastrear, en "El Contrato Social" de Rousseau, el concepto de libertad que tiene y después abordar desde este concepto otras nociones principales en la obra como la voluntad general y el soberano, etc. La tesis que mantenemos aquí es que el concepto de libertad de Rousseau influye en el modo de plantear la sociedad. En último término, Rousseau, al desvincular a la naturaleza humana de la acción, entiende de manera reductiva la libertad, y por eso en el Contrato Social el Estado es capaz de obligar a alguien a ser libre. En pocas palabras: el comunitarismo es fruto de una equivocación con respecto a la libertad.

            El esquema que pretendo ofrecer aquí es el siguiente: En primer lugar una aproximación a la noción de libertad en la modernidad tomada principalmente de una obra del profesor Leonardo Polo. Me parece relevante incluirla en el trabajo pues dicha aproximación da una idea bastante clara de lo que se entiende, o hemos entendido más bien, por libertad a partir de los inicios de la modernidad. A partir de esta idea general, contrastaremos conceptos con los textos en donde aparezca el concepto de libertad propio de Rousseau.
           
            En el segundo apartado, una vez delimitado bien el concepto que utilizaremos, hablaré sobre el problema que plantea la sociedad frente a la libertad como él la entiende y veremos cómo busca resolverlo.
           
            El segundo apartado, como se verá nos llevará casi automáticamente al tercero. Para intentar resolver la aporía individuo-comunidad Rousseau escribió el Contrato Social tema que nos atañe principalmente, por lo que, armados ya de los conceptos necesarios, procederemos a analizar la obra desde la perspectiva de la libertad rousseauniana.

La libertad en la modernidad

La libertad puede entenderse de muy distintas maneras, por eso es preciso, antes de empezar con explicaciones precisar muy bien en que sentido nos estamos refiriendo a esa realidad humana que todos reconocemos en nosotros mismos. Como dije, para hacer esto me referiré en primer lugar a un texto de Leonardo Polo: "Lo radical y la libertad." En este texto se aborda la cuestión de la libertad desde tres distintas concepciones del hombre: la moderna, la clásica y la cristiana. Esta categorización no pretende ser filosófica sino histórica, pues aquí Polo está usando un método histórico más que filosófico para ilustrar su tesis. "el tema es la libertad, pero enfocada desde el punto de vista de la historia del pensamiento, a partir de lo que, en cada época, se ha considerado como lo radical en el hombre. La libertad se estudia, podría decirse, teniendo en cuenta las diversas antropologías: qué ha dado de sí cada una de ellas respecto de la libertad humana"  REF 1. 

La aproximación poliana a la libertad que analizaremos en este primer apartado resulta muy sugestiva. Quizá por eso he de aclarar que no pretendo adoptar la tesis principal que se mantiene en el artículo en cuestión: "Que tanto el pensamiento moderno como el clásico entienden la libertad en alguna de sus vertientes -libertad pragmática y libertad moral-, pero ninguno ha descubierto el sentido radical de la libertad, que solo aparece con el cristianismo" REF 2. Aunque la tesis principal pueda quedar pendiente de demostración lo que me atañe en este texto es la aproximación histórica que hace Polo a los conceptos de libertad y naturaleza pues resultan muy esclarecedores a la hora de analizar a Rousseau. 

            Lo que sostiene el autor en el texto que nos apoyamos es lo siguiente: la noción de libertad en la modernidad (por modernidad entiéndase aquí desde la Edad Media hasta el posmodernismo) está fuertemente influenciada por las ideas de Lutero. Estas ideas implican que el hombre tiene la naturaleza corrompida y todo lo que haga o produzca será pecaminoso, malo. Para eso, históricamente se abandonó la idea de acción desde una naturaleza determinada y se adoptó otra: producción desde la indeterminación. Es decir, el hombre no es ya una determinación que realiza actos  sino autodeterminación. La producción es el hacerse del hombre desde la nada.

            Pero profundicemos más en la tesis desde el texto. Lutero, según Polo, pensaba que el hombre "es un ser en el que el pecado no sólo ha obturado algo, ensombrecido la naturaleza, sino que la ha corrompido por completo, hasta tal punto que esa corrupción es irremediable" REF 3. Y por estos motivos históricamente el hombre ha tendido a rechazar su naturaleza humana, a apartarla de su vista: "Si se ve desde Lutero, la edad Media es una fuga hacia adelante, como se suele decir. Olvidémonos, dejemos la natura, porque nos encontramos con la corrupción" REF 4. ¿Qué le queda al hombre entonces? ¿Cómo salir del pesimismo luterano? No le queda más remedio que el de negar el concepto de naturaleza recibida y sustituirlo por otro. Introduzco aquí una cita algo extensa pero bastante clarificadora:

"Nos libramos del antecedente si decimos que el antecedente es pura indeterminación, porque la pura indeterminación no es nada corrompible (...) La libertad ha sido liberada de su carácter de esclavitud diciendo que es indeterminación. Esto aparece en algunos autores influidos por el pensamiento protestante como es el caso de Rousseau o Freud. Se trataría de encontrar la inocencia en el punto de partida: la pura indeterminación no puede ser culpable, ni pecaminosa, ni santa, ni nada, solo puede desear y proyectarse a la búsqueda que se corresponde con un resultado que está liberado de esa corrupción en el orden de la natura, de la principiación en el sentido clásico de la palabra"REF 5

De la tesis expuesta arriba podemos extraer dos ideas: Uno, que los conceptos de libertad y naturaleza están vinculados entre sí e influidos por las ideas de Lutero. Y dos, que la libertad entendida desde una perspectiva histórica se interpreta en la modernidad de una manera distinta a la clásica, como desvinculada de la naturaleza. Repasemos un poco ésta noción de libertad de manera general para después contrastar con Rousseau. La libertad en la modernidad intenta desentenderse de la naturaleza en sentido clásico. La naturaleza desde la que parte la acción humana como hemos visto, no es una determinación sino todo lo contrario: indeterminación. De este modo no se puede ya hablar de acción del hombre sino de producción. La interpretación del hombre y del cosmos desde está perspectiva ha hecho que se caiga en la creencia de que la vida es exclusivamente un despliegue desde lo indeterminado hacia lo determinado, la indeterminación que busca su propia determinación.

La libertad en Rousseau


¿Cómo se aplican estas categorías en Rousseau? Un breve análisis de sus textos previos al contrato nos ayudarán a comprender el significado de la naturaleza humana. Desde ahí podemos contrastar este concepto con el de libertad y abordar, por fin, el contrato social. REF 5.5:(nota al pie: en este apartado me guié del manual de Frederick Coppleston).

            Rousseau es conocido por su famosa doctrina del buen salvaje, sin embargo al ser tan popular esta teoría se pueden caer en numerosas imprecisiones. Ante todo, hay que decir que el buen salvaje no es bueno ni malo en sentido estricto, sino más bien inocente. Esto se debe a que los conceptos de moralidad sólo aparecen hasta que el hombre entra en sociedad. Sin embargo con la sociedad también le advienen al hombre el egoísmo y la vanidad, principales males del hombre civilizado de su época "la idea general de que el hombre ha sido corrompido por el crecimiento de una sociedad civilización artificial y por el racionalismo estuvo siempre presente en su pensamiento" REF 6. Pero profundicemos más en la doctrina del buen salvaje.
           
            Ante todo, debe evitarse interpretar simplistamente la doctrina de Rousseau sobre el Estado de Naturaleza. No es que Rousseau haya creído de hecho que históricamente se dio dicho estado, más bien, lo que el hace es dejar de lado los hechos que no afectan a la cuestión. No hay que entender a Rousseau como relatando una historia, lo que el pretende es que se consideren sus tesis como "razonamientos meramente condicionales e hipotéticos, calculados para explicar la naturaleza de las cosas más que para averiguar su origen real" REF 7.  De este modo, Rousseau describe a un hombre en cierto sentido primitivo, despreocupado de cualquier cosa que no sea la mera autoconservación. Pero, ¿en qué difiere el salvaje del resto de los animales?  Rosseau dirá que "Lo que constituye la diferencia específica entre el hombre y el animal no es tanto la inteligencia cuanto la cualidad humana de la libertad... y la espiritualidad de su alma se despliega particularmente en su consciencia de esa libertad... pero en el poder de querer o, por mejor decir, de elegir, y en el sentimiento de esa capacidad no puede encontrarse más que actos que son puramente espirituales" REF 8.  Como vemos aparece una pista que esclarece como entiende la libertad. Al parecer, la libertad es para él, cierta capacidad de elegir, y a la conciencia como un sentimiento de está capacidad. Pero atendamos a otro de sus escritos, el Emilio, para profundizar en su concepción del alma humana. En el Emilio, Rousseau, profundiza en los conceptos que hemos visto en su doctrina del salvaje feliz. Según él,"el origen de nuestras pasiones, la raíz y muelle de todo lo demás, lo único innato al hombre y que no le abandona mientras vive, es el amor propio; esta pasión es primitiva, instintiva, precede a todo lo demás y toda otra cosa es en cierto modo mera modificación de ella" REF 9.

            Creo que con lo anterior contamos con suficiente material para hacernos, por lo menos, un bosquejo sobre la naturaleza humana y la libertad en Rousseau. Hemos visto que lo más fundamental del hombre no es su inteligencia, ni siquiera la consciencia o sentimiento de libertad. Al parecer lo característico del hombre es cierta clase de impulso de amor propio. De este amor propio nacen todos los demás movimientos en el hombre. Pero, ¿cómo conciliar esto con la aproximación que hicimos en el primer apartado? ¿En dónde se ve aquí la indeterminación o la consideración productiva del hombre? Voy a intentar aclararme, lo que se está tratando de probar aquí es que Rousseau concibe al hombre y a su naturaleza como un producto de sí mismo ¿Cómo es esto así? Pienso que se aclara todo si partimos desde su manera de concebir la libertad. Si la libertad consiste en cierta capacidad de elegir, pero relacionamos esto con que lo único innato en el hombre es amor de sí mismo entonces hemos dado con la clave interpretativa. La libertad no se entiende en Rousseau principalmente como una capacidad sino como un impulso activo, el hombre ciertamente tiene la capacidad de elegir entre varias alternativas, sin embargo, es una sola la actividad que despliega que se manifiesta de distintas maneras. Es un sólo impulso el que lo mueve, el amor de sí. Visto así, el esquema se asemeja mucho a lo que dije en el primer apartado. El hombre se concibe, en Rousseau, sobre todo como el producto de su propia vitalidad. Todas las demás características del alma humana no son sino producto de esta actividad primigenia, así la moral, la sociedad, incluso la inteligencia son posteriores al despliegue de lo único innato en el hombre. Puede entenderse entonces que lo primordial en el hombre es algo parecido a la indeterminación porque la actividad que produce el hombre no es otra cosa que su propia vitalidad. Visto así, el hombre más que ser, es un producirse. Por eso dirá en el discurso sobre la desigualdad, "Es un noble y hermoso espectáculo ver al hombre levantarse a sí mismo desde la nada, por así decirlo, con su solo esfuerzo" REF 9 (Pág. 51 Coppleston). Al margen de lo interesante que sería abordar aquí un intento, como dijo Polo, de restaurar la inocencia de la naturaleza humana, hemos de decir que efectivamente la noción de libertad en Rousseau concuerda con la idea que habíamos expuesto en el primer apartado. Y no podemos dejar en el tintero que al contrastar ambos bosquejos (el de la modernidad y el de Rousseau) podemos deducir que Rousseau concibe al hombre como autodeterminación, un ser que por la naturaleza de su despliegue tiende a autoperfeccionarse pero que le es conflictiva la relación con lo distinto, pues por naturaleza es un ser que vuelve siempre, en último término, sobre sí mismo.

            Desde el concepto de libertad que acabamos de ver podemos plantear el problema de la sociedad en Rousseau. En sentido estricto, no puede sostenerse que el hombre en estado de naturaleza sea bueno o malo, más bien lo correcto sería considerarlo éticamente neutro. Esto se debe a que en el estado de naturaleza no hay una inteligencia desarrollada y por la tanto no pueden formarse los conceptos morales o políticos que permitirían una calificación. Este hombre, éticamente neutro, por decirlo así, vela exclusivamente por su autoconservación y no está interesado, naturalmente, en iniciar una sociedad. Sin embargo, dejada de lado la abstracción metodológica, vemos que "El hombre ha nacido libre y, sin embargo por todas partes se encuentra encadenado"  REF 10 (Contrato Social I, 1). Aunque hemos estado estudiando al hombre desde cierta perspectiva, inevitablemente tenemos que atender a la realidad actual de las cosas. Siendo el hombre como es en su naturaleza, ¿no es acaso la sociedad algo artificial?, ¿algo ajeno a él? En su Discurso sobre las artes y las ciencias, Rousseau argumentaba que el origen de la civilización es el origen de la maldad en el hombre. Pero no hemos de malinterpretar al francés, esto sólo quiere decir que el advenimiento de la sociedad (independientemente de como haya ocurrido) hace que el hombre pase de un estadio de neutralidad moral a uno ético y político. Quizá sea fuera este punto uno de los más difíciles de explicar en toda la teoría de Rousseau sino se pudiera apoyar en la comprobación fáctica. Por más alejado que se encuentre su buen salvaje de una asociación con otros, de hecho lo hizo, y tan es así que vivimos en sociedad. Debe aclararse también que Rousseau no pretendía con su doctrina de la naturaleza humana deslegitimar el Estado, más bien pretendía reformarlo.  El principal problema que se le plantea a Rousseau es la conciliación de la libertad y la vida social. Rousseau intenta resolver este problema en el Contrato social.

La libertad en el Contrato Social

 

Como se dijo arriba, el problema que busca solventar Rousseau en el Contrato Social es el de la conciliación de voluntades autónomas. Cómo él mismo admite, lo que busca es "encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes" REF 11 (Contrato social, I, 6). Podemos aclarar con este texto las intenciones de Rousseau con su tratado,  encontrar una manera de que las libertades individuales no queden limitadas a pesar de la vida en sociedad ¿Cómo pretende conseguir esto? Con un pacto en el cual todos los contratantes sometan su voluntad entera. Lo que Rousseau propone es "la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la humanidad" REF 12 (Contrato Social, I, 6).  Sí se forma un pacto de este tipo, en realidad cada individuo no estará obedeciendo a nadie pues "dándose a todos, no se da a nadie, y como no hay un asociado, sobre quién no se adquiere el mismo derecho que se le concede sobre sí, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se tiene" REF 13 (CS, I, 6). Al enajenar su voluntad, los individuos forman al Estado, pero no ha de entenderse esto de igual manera que en Hobbes, en el contrato de Rousseau no hay un gobernante al que se cedan los derechos. Al contrario, el Estado es un producto del pacto y no existe si no se da, por lo tanto los contractantes quedan obligados a lo que ellos mismos, en el sentido de contractantes, han decidido legislar. En palabras de Rousseau: "este acto produce inmediatamente, en vez de la persona particular de cada contractante un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común su vida y su voluntad" REF 13.5 (CS, I, 6)

Pero no sólo esto, sino que al aceptar el contrato social, el ser humano obtiene más de lo que puede aparentemente perder pues, "lo que el hombre pierde por el contrato social es su libertad natural y un derecho limitado a todo cuanto le apetece y puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee" REF 14 (CS, I, 8)  Pero además, de la libertad civil el hombre estaría ganando su propia humanidad: "Se podría agregar a lo adquirido por el estado civil la libertad moral, la única que verdaderamente hace al hombre dueño de sí mismo, porque el impulso exclusivo del apetito es la esclavitud, y la obediencia a la ley que se ha prescrito es la libertad"  REF 15 (CS, I, 8).

            El acto por el cual nace el Estado implica la subordinación total del individuo a la colectividad. Rousseau llama al Estado, en cuanto que ejerce el poder que viene del pacto que realizan los contratantes Soberano. Es a la hora de delimitar la libertad donde aparece el conflicto que Rousseau había echado por la ventana, pues si en la sociedad descrita arriba los individuos deciden que su voluntad no se ajuste con la voluntad general, entonces el pacto carece de sentido. A este respecto Rousseau dice lo siguiente: "A fin de que este pacto social no sea una vana fórmula, encierra tácitamente este compromiso: que sólo por sí puede dar fuerza a los demás, y que quienquiera se niegue a obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo. Esto no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre" REF 16 (CS, I,).

Conclusión


Acabamos de exponer la teoría del contrato social desde el punto de vista de la libertad. En ella se vio que Rousseau intenta legitimar la limitación de una voluntad particular al subsumirla en un todo más amplio. Rousseau justifica esta subsunción del individuo alegando que como antes de entrar en sociedad el individuo no carece de naturaleza moral sólo ahí puede realizarse plenamente como humano. Por eso el poder de la colectividad puede obligar a una parte a ser libre ¿Acaso no es verdad que sólo en sociedad puede el hombre desarrollarse plenamente? La solución de Rousseau parece por un lado tener sentido al señalar que la naturaleza humana es social, sin embargo, según mi parecer algo flaquea a la hora de compatibilizar la libertad y la naturaleza.
            Al entender al hombre desde un punto de vista productivo no se pueden integrar sus productos en un antecedente. Como la naturaleza humana se entiende como una autoproducción no puede haber antecedente al acto de producción el acto es el mismo principio, el proceso y el fin, por eso todos los productos que el hombre haga como la sociedad o los conceptos morales suelen siempre presentar conflictos a la hora de armonizarlos. Sí sólo existe un despliegue primigenio, en realidad no se puede aspirar a la ordenación de los productos que se obtengan de dicho despliegue. Por este motivo en Rousseau está la libertad natural por un lado y la libertad moral por otro y ambas libertades no tienen nada que ver entre sí. De la libertad natural no se sigue, ni se ordena a, la moral, y por este motivo, al ser la libertad moral superior y sólo disponible en sociedad, el todo puede obligar a ser libre (pues es otra libertad) a la parte.
            Más aún parece que en Rousseau la humanidad misma es un producto del hombre, pues se considera a la Voluntad General el producto de un pacto social y después se dice que no se es hombre hasta que se forma parte de la voluntad general. Parece entonces que mas que ser social por naturaleza, el hombre se hace social por naturaleza. La dignidad humana queda disuelta de este modo en un Estado abstracto que tiene poder absoluto.
            En conclusión, vemos en Rousseau un intento de conciliación entre el individuo y la sociedad con la fabricación de un Estado. La respuesta de Rousseau es la disolución del individuo en un todo del que obtiene incluso su humanidad, pero algo queda en el tintero si aceptamos la teoría de Rousseau ¿Acaso no es verdad que el hombre es más que su faceta política? El comunitarismo de Rousseau inspiró en parte la teoría política hegeliana en la que el individuo es negado por completo para dar paso al Estado. Es quizá aventurado achacar a Rousseau cierta culpa en todos los totalitarismos del siglo XX, pero tampoco se puede dejar de lado que algo se pierde cuando se acepta que el individuo no es más que una parte de un todo más amplio. Se pierde la identidad personal, la aspiración más intima del ser humano no es en ningún modo social aunque la incluya. Al tener una concepción equivocada de la libertad Rousseau pierde de vista que la libertad individual tiene un sentido, es para la felicidad, pero la felicidad aunque necesita de la sociedad, no puede darse en un todo en el que se disuelvan los individuos, pues son los individuos quienes serán felices no los pueblos.

La tragedia de la belleza inasequible

“Yo soy aquel para quién están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos” (I,20) 

Al aproximarse a la novela de Cervantes uno encuentra una beta inagotable de inspiración, se siente  como un niño que va por primera vez a un zoológico, o como la primera vez que entiende porqué los hombres se han admirado siempre del cielo estrellado. La mayor dificultad que encuentra uno al intentar expresar esa maraña de ideas cervantinas es no abarcarlo todo. Se siente la necesidad de poner al lector delante de la belleza que irradian las gestas del Caballero de la Triste Figura, pero como resulta imposible hacer esto, se vuelve entonces imposible deshacerse de cierto sentimiento de profanación. Quizá lo más difícil al hablar de la novela de Cervantes es centrarse en uno solo de sus aspectos,  habría que tomar la maraña cervantina y desmenuzarla, recortar y pegar trozos de aquel “rastrillado, torcido y aspado hilo”[1] e intentar mostrar un aspecto nítido de toda la realidad que en realidad muestra el Quijote. 
Precisamente esto es lo que intento hacer con este texto. Me conformo con mostrar el aspecto que me resultó más inspirador de todos los de la novela. Ante todo pretendo apuntar con mi acotación a uno de los lugares donde se encuentra la belleza en este libro; me gustaría ofrecer un nuevo punto de vista desde el que acercarse a la obra, de manera que, antes de entrar en contacto con ella, no se tuviera la imagen preconcebida de unos protagonistas desagradables, más bien, me gustaría que se viera en Don Quijote una fuente de inspiración, que se tome consciencia de su complejidad nostálgica, del drama humano que encarnan el manchego y su escudero.
Sin lugar a dudas la filosofía puede resultar en ocasiones tediosa, aún peor, dirían algunos, “abstracta”. Temo decir, quizá con demasiada franqueza, que esta acotación del Quijote tiene mucho de filosófica, pero quisiera apresurarme a decir también que no pretende ser una filosofía erudita, de razonamientos estrictos y palabras insólitas; más bien la filosofía que se pretende aquí busca ser balbuceante, una filosofía que nace de la admiración e intenta señalar aquello que la despertó. A la realidad no le hace falta demostrarla, porque ya está donde está, más bien hay que mostrarla intentando confundir las cosas lo menos posible. El mejor modo de hacer esto, según mi parecer, es a través de la magnanimidad. En nuestra época la magnanimidad es una realidad que resulta extraña por su escasez, pero pienso que es una de las virtudes más bellas que se pueden desarrollar en esta vida. También pienso que El Quijote es el libro en donde mejor aparece plasmada. Por eso, en pocas palabras, quisiera hacer una extracción de la novela y mostrar qué es la magnanimidad.
Cuando las palabras no van acompañadas de acciones reales y concretas estas se vuelven vacías. Podría empezar aquí citando directamente a algún ilustre filósofo para que me ayudase a disertar con elocuencia sobre la magnanimidad, pero, ¿de qué serviría esto si no se ve qué es la magnanimidad? Quizá resulte mejor esbozar un perfil. Imaginemos un hombre que se sabe nacido para cosas grandes, y que se fuerza a sí mismo a ser valiente, a no detenerse en lo que los demás juzgan imposible. Imaginémoslo esforzándose mirando hacia el futuro mientras los demás lo injurian. Le llamarán soberbio, soñador, y en muchas ocasiones, loco. Podría ser perfectamente un joven de veintiún años que estudia como dirigir ejércitos, o un hijo de campesino que intenta ir a alguna universidad prestigiosa. Hablo de esa gente que se reúne en bares para discutir cómo cambiar el mundo, esa gente que proyecta revoluciones y organiza conferencias y que vive siempre por encima de sus posibilidades. Para hacerlo más sencillo, concretemos un poco más el boceto: Alejandro Magno.
Cualquier persona que haya leído una biografía suya no puede sino admirarse de la grandeza de su vida, él solo conquistó todo el mundo conocido en su época. Pero no es la magnitud de sus conquistas lo que lo hizo grande, sino el modo en el que lo hizo, la manera de tratar a sus enemigos y su actitud ante las victorias. Toda su vida, y espero que poco a poco se vaya entendiendo intuitivamente, estuvo impregnada de magnanimidad. La grandeza de Alejandro está sin duda en deuda con su maestro Aristóteles. Muchas veces se habla de esta relación entre el Estagirita y el Magno pero pocas se profundiza en ella. Posiblemente una de las más grandes lecciones que dio Aristóteles al joven Alejandro fue la lección sobre las virtudes, de modo que quizá convenga escuchar un poco al maestro: En “Ética a Nicómaco”, Aristóteles describe brevemente en que consiste la virtud tratada: “La magnanimidad, incluso por el nombre, parece que tiene que ver con cosas grandes”[2]. Una persona que no realiza cosas grandes no se adhiere a lo que buscamos. Porque “es magnánimo el que se considera a sí mismo merecedor de grandes cosas, siéndolo”[3]. Llegados a este punto, no podemos retrasar más el momento de volver la mirada hacia don Quijote. Sin lugar a dudas, el Caballero de la Triste Figura es un personaje que aspira a los más altos honores, como se pone de manifiesto en el capítulo XX, en el que don Quijote confiesa a Sancho la magnitud de sus ideales:
“Sancho amigo, has de saber que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro(…) Yo soy aquel para quién están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la tabla redonda…”[4]
Y este no es el único ejemplo de altas aspiraciones en el héroe manchego. Toda la obra de Cervantes, como bien fácil es comprobar, se encuentra provista de numerosas ocasiones en las que se desvelan las grandes metas del hidalgo. Frases como: “sábete, amigo Sancho-respondió don Quijote- que la vida de los caballeros andantes está sujeta a mil peligros y desventuras, y ni mas ni menos está en potencia propincua de ser los caballeros andantes reyes y emperadores”[5].  El cuadro que pintábamos, sin embargo, ha quedado un poco descompensado, porque ¿Qué tienen en común Alejandro Magno y don Quijote? Las victorias no, porque mientras que Alejandro derrotó a los persas, el Hidalgo derrotó a unas cuantas ovejas y unos odres de vino. ¿En qué consistirá pues la similitud? Consultemos otra vez al sabio maestro de Alejandro para ver si nos saca del apuro. “Es magnánimo el que se considera a sí mismo merecedor de grandes cosas, siéndolo.”[6] Habría que hacer hincapié aquí en el contraste entre Alejandro y don Quijote en el “siéndolo”.  Quizá la diferencia entre ambos radica en esto, en que uno merecía apuntar a lo alto y el otro no. Si atendemos al contexto social de ambos,  es fácil darse cuenta de la diferencia que existe entre los dos personajes: uno es hijo del rey, llamado desde la cuna a gobernar, el otro es un pobre hidalgo “de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. –Que come normalmente- una olla de algo más vaca que carnero, y salpicón las más noches”[7]. En efecto la descripción que hace Cervantes del Hidalgo no permite pensar que el Quijote viviera en la opulencia, muy al contrario, la clase de la hidalguía era en esa época una de las más perjudicadas y pobres por los cambios que se estaban dando en aquella época.  Así lo dice Javier Salazar:
“Al disolverse, en el inicio de la Edad Moderna, las mesnadas nobiliarias, y ser substituidas por un ejército profesional y permanente, sujeto a la autoridad del rey, la nobleza, que formaba parte del grueso de las huestes medievales, pierde la más importante de sus funciones tradicionales y una de las razones con las que se justificaba su poder (…) La concentración de la propiedad territorial en manos en manos de los grandes y caballeros, o de los burgueses y letrados de la ciudad, acabó de arruinar a estos nobles de medio pelo, incapaces de hacer frente con sus reducidos recursos a la subida vertiginosa de los precios y a los nuevos criterios de explotación y arrendamiento del suelo”[8]
¿Podría ser entonces que el Caballero de la Triste Figura lo fuera porque no había nacido para apuntar a lo alto? Si esto fuera así, don Quijote no sería un personaje magnánimo sino solamente un loco: “pues aquel que lo hace—aspirar a cosas grandes— sin merecerlo es tonto”[9] .
¿En qué consiste merecer aspirar a la grandeza?, ¿sólo un noble puede aspirar a lo más alto?, ¿no es verdad que los más grandes hombres han llegado a serlo, no por su noble cuna, sino por su vida cargada de sacrificios?, ¿está la grandeza reservada sólo para los nobles y ricos? Si afirmáramos que en efecto hay que tener, al menos, uno de esos dos requisitos, se levantaría de inmediato ante nosotros el testimonio de todos los grandes hombres cuyas vidas, sin opulencia ni pureza de sangre, brillan en la historia por su densidad vital. No hace falta argumentar mucho para desmentir este error, y menos en nuestra época, pues es claro que la alta cuna y la riqueza no hacen más hombre a nadie, sino que al contrario, lo que verdaderamente hace grande y admiramos son las acciones que los hombres realizan sin importar su condición social. ¿En qué radica entonces ese merecer aspirar a lo alto? La pregunta termina por apuntar a donde se buscaba desde el principio. Todo hombre merece, en cuanto hombre, apuntar a lo infinito y tan es así que este rasgo es lo que nos caracteriza profundamente como humanos, nos define y da sentido a nuestro modo de ser.
Aspirar al infinito, tener una pregunta eterna, es la impronta que todos llevan, desde que el hombre es hombre, en las profundidades de su intimidad. La historia de los hombres se entiende como el peregrinar de una especie insatisfecha, a los animales les basta con una comida al día y ocasionales amoríos, pero al hombre no, siempre le queda ese dejo de insatisfacción los domingos por la mañana. Esa sensación constante de una fiesta que termina, que todo termina mientras él permanece. Y esto es tan común a todos los seres humanos que cuando alguien vive conforme a su ambición de “para siempre” es íntimamente admirado y cuando la oculta es aborrecido. Así se entienden las palabras de Unamuno: “Y en cuanto a hoy, todos esos miserables están muy satisfechos porque hoy existen, y con existir les basta. La existencia, la pura y nuda existencia llena su alma toda. No sienten que haya más que existir. Pero, ¿existen? ¿Existen en verdad? Yo creo que no; pues si existieran, si existieran de verdad, sufrirían de existir y no se contentarían con ello. Si real y verdaderamente existieran en el tiempo y el espacio, sufrirían de no ser en lo eterno y lo infinito”[10].
Parece que en los hombres su vida es más que vida del cuerpo, porque ¿acaso no es verdad que cuando están satisfechas todas las necesidades materiales aparecen las espirituales?[11] Siempre y por alguna extraña razón no nos basta con estar sencillamente vivos, siempre estamos buscando más, queremos vivir, con consistencia, incluso con intensidad. En este sentido todos los hombres portadores de la magnanimidad y no sólo eso, sino que, si quieren responder al modo propio de ser del hombre, han de intentar alcanzar lo auténtico sin escatimar en gastos. Sólo así es el hombre un hombre verdadero y sólo así es capaz de conocerse y comprenderse. Por estos motivos nuestro amado Caballero de la Triste Figura queda excusado en cierto modo en sus aspiraciones, y no merece ser tachado de loco si no de cuerdo y los demás personajes habrán de ser tachados de locos si no son magnánimos.
La incesante aspiración del hombre a lo inalcanzable es una realidad conmovedora, se ve tanto en la historia personal de un individuo como en la historia universal de la humanidad. Por eso es la magnificencia una de las cosas más bellas y nobles que hay, porque manifiesta la esencia de la humanidad. Es cuando vemos a un hombre intentar lo imposible cuando más conocemos al hombre. En el fondo, todos admiramos a un magnánimo cuando lo conocemos, nos parece una cosa en extremo bella, porque nos sabemos llamados también a ello. No es el hombre un ser hecho para arrastrarse por el suelo sino para andar erguido, para levantar la vista y gobernar, y ser superior, y nunca estar satisfecho. A rastras uno no puede buscar nada más que roedores, piedras y deshechos. Las cosas más importantes están siempre arriba, a donde solo los hombres verdaderos se atreven a mirar. Por esto mismo la belleza de nuestra condición humana nos hace sufrir aún más nuestras carencias. Pues es verdad que aunque somos capaces de mirar a lo más alto, la mayoría de las veces somos incapaces de alcanzarlo ¿Acaso la sangre del caballero manchego no es real? ¿No es verdad que fracasa una y otra vez? En efecto don Quijote es un personaje que tiene las más altas aspiraciones, pero también, como hombre que es, siente el miedo, el hambre, el frió y los palos. En el capítulo veintidós don Quijote decide liberar a unos condenados; después de volar alto y disertar sobre la justicia y la misericordia recibe la siguiente recompensa: “No se pudo escudar tan bien don Quijote que no le acertasen no sé cuantos guijarros en el cuerpo, con tanta fuerza, que dieron con él en el suelo; y, apenas hubo caído, cuando fue sobre él el estudiante y le quito la bacía de la cabeza, y diole con ella tres o cuatro golpes en las espaldas y otros tantos en la tierra, con la que la hizo pedazos…”[12]
El hombre aparece en la novela de Cervantes como lo que es, un ser contradictorio, lleno de contrastes, capaz de los más grandes actos, y las más grandes aspiraciones, como de las peores vilezas y de los actos más mezquinos. Cervantes lo pone en boca de Sancho : “¿Tan nueva sois en el mundo que no lo sabéis vos?—respondió Sancho Panza. —Pues sabed, hermana mía, que caballero aventurero es una cosa que en dos palabras se ve apaleado y emperador. Hoy está la más desdichada criatura del mundo y la más menesterosa y mañana tendría dos o tres coronas de reinos que dar a su escudero.”[13] Ir a tales profundidades del corazón humano implica siempre un riesgo: la desesperanza. ¿Cómo puede un ser como el hombre alcanzar lo infinito?, ¿no será acaso como dice Feuerbach que la vida eterna es sólo una ilusión para curar nuestra herida más íntima? Por eso hay quienes no se atreven a mirar nunca y niegan su condición de hombres. Huyen de la pregunta que les apremia desde que son capaces de entender el punto crítico en el camino: la muerte. Es precisamente esta gente la que llamará loco a don Quijote, porque en realidad lo que hace el de la Triste Figura es mostrarles aquello de lo que andan huyendo. Se manifiesta así a través de la magnificencia la naturaleza íntima de la humanidad.
El oráculo de Delfos tenía inscrito “conócete a ti mismo” y es en el fondo lo que todos andamos buscando cuando el día termina y se apaga la luz de habitación. La pregunta por nuestra identidad está íntimamente unida con nuestro destino tras la muerte, pero es tan espesa que nos asusta, es demasiada luz para un ser acostumbrado a las cavernas. Por eso preferimos negar quienes somos y andar por la vida de un modo ligero y agradable, con el paso del tiempo la inquietud se va a apagando (o nos acostumbramos a ella) hasta que nos volvemos unos seres mezquinos y apocados. La gente va por la vida con una tristeza, con una nostalgia sutil en el alma que en el fondo no quiere ver pero que le atormenta. Por eso libros como el de Cervantes ayudan al hombre a despertarse de la vigilia de la razón, funcionan como un espejo donde el hombre puede verse tal cual es. Este contraste de carne y espíritu, este claroscuro humano es el punto desde el cual el hombre ha de plantearse su vida y buscar a tientas la solución a su problema. Es de sentido común enfrentarse a los problemas porque tarde o temprano reventarán en la cara, y es igual de lógico enfrentarse primero al más importante de ellos. Son libros como el Quijote los que hacen recapacitar a los hombres y los hacen vivir conforme a su condición.
Es por estos motivos que resulte casi sublime el nombre que Cervantes puso a su héroe: el Caballero de la Triste Figura. Porque a todo el mundo le recuerda a sí mismo. Todos somos en el fondo, o por lo menos nos gustaría ser caballeros de tristes figuras, abnegados, despegados de todo lo que no sea eso que colme nuestras ansias de ser. Pero a la vez nos reconocemos como muy poco capaces para dar la talla, para vivir profundamente como humanos. Por eso el Quijote es en cierto sentido una tragedia, la tragedia de la belleza inasequible, esa que todos compartimos y que en cierto sentido queremos y necesitamos que nos muestren Por eso resultan tan nostálgicos los últimos capítulos del Quijote cuando está en Barcelona y se enfrenta a la verdadera realidad y falla. Y se les coge cariño al Hidalgo y a su escudero por esto mismo, y por eso enternece verle derrotado y casi hace saltar las lágrimas cuando acepta de buena gana la muerte por no renunciar a su Dulcinea. Y por eso uno no puede verlo triste y melancólico de regreso a casa, ni puede verle como Sancho afirmar su cordura, y no puede presenciar su derrota sin conmoverse en lo más hondo porque el fracaso es de las cosas más humanas que existen. Pero tampoco se puede evitar aterrorizarse, porque es verdad que fuimos hechos para perseguir estrellas y hay quienes no quieren saberlo porque perseguirlas es incómodo. Y tampoco se puede evitar soslayar la posibilidad de que por andar en gestas uno corra la misma suerte que el pobre Alonso Quijano. Aspirar es una de las actividades más reales y bulliciosas que existen.

viernes, 12 de febrero de 2010

Caminos con enredaderas

Según Ortega todo principiante es escéptico pero todo escéptico no es más que un principiante. A veces da la impresión, cuando uno comienza a recorrer los caminos selváticos que conducen a la verdad, de que efectivamente eso que se busca al final del camino no es más que una ilusión. Entonces parece que detrás de todas esas enredaderas no hay otra cosa que no sean más enredaderas. Ante tal panorama, un principiante, que no tiene más que un cuchillo de mantequilla, tras haber comenzado ilusionado a cortar el primer nudo, descubre detrás un nudo aún más grueso. A la desesperanza que produce la complejidad de la realidad la llamamos escepticismo. Entendido de esta manera, el escepticismo no debe ser descartado como una necedad sino que debe ser atendido con gravedad por aquellos que han conseguido avanzar más en el conocimiento de la verdad.
En esta línea, la distinción que aporta el profesor Nubiola entre pragmatismo y relativismo es muy oportuna para sanar el escepticismo. Entender que el rechazo del cientificismo no implica la aceptación del relativismo es muy importante para el principiante escéptico. Por tanto, la tesis que vamos a proponer aquí dice que dicha distinción (pragmatismo-relativismo) sugiere una posible salida de la desesperanza al principiante. Esto se debe a que le abre al inexperto la posibilidad de recorrer el camino de los demás; no es necesario volver a abrir la brecha, es posible comenzar donde terminaron otros.

Para comenzar, por tanto, mi breve e inexacta exposición, me gustaría resaltar dos características claves del pragmatismo: el rechazo del cartesianismo y el rechazo del cientificismo. Ambos rechazos se pueden entender integralmente desde un punto de vista concreto: el rechazo de la reducción de la realidad.
Por cartesianismo entendemos, entre otras cosas, la tendencia a reducir la realidad a un sistema de proposiciones lógicas apoyadas en un axioma. En otras palabras, significa decir al principiante que la filosofía consiste principalmente en meter la selva en una bolsa. El filósofo, pobre y novato, podría pasar toda su vida tejiendo una bolsa suficientemente grande y aún así, nunca conseguiría abarcar toda la jungla.
Por cientificismo entendemos conceder a la ciencia positiva el estatuto definitivo de juez de la verdad. Si la realidad no encaja en el esquema de la ciencia positiva, mal por la realidad. Es un tipo de cartesianismo peculiar cuyo esquema a seguir es el de las ciencias positivas. No se trata de alcanzar la verdad sino de justificar a las ciencias empíricas. Los cientificistas, a diferencia de los filósofos, no quieren llegar al final del camino sino demostrar que el camino que recorre la ciencia es el único. Lo importante no es la meta sino avanzar; la meta es avanzar.

Quise utilizar la metáfora de la selva para poner de manifiesto que la realidad es mucho más compleja de lo que pretenden algunos. Quizá la principal característica de todos los reduccionistas es no reconocer la realidad como tal. Si la gente no pretende salir de la selva es porque no se ha dado cuentan de que está dentro de ella. Esto queda plasmado perfectamente en la alegoría de la caverna, cuando el filósofo dice a los demás que la realidad es causa de las sombras y es rechazado: le dicen al barbudo ingenuo “no hay que duplicar entes sin necesidad”. Tal vez hay que ser un poco desvergonzados y contestar a los necios: “no hay que reducir entes sin necesidad”.

En este sentido, el pragmatismo es un alivio para la época posmoderna pues efectivamente consigue reconocer y desenmascarar el error del reduccionismo. Cuando el pragmatismo proclama el pluralismo, no lo hace por escepticismo sino todo lo contrario: lo hace porque precisamente se da cuenta de que la realidad es demasiado compleja. Se da cuenta de que la realidad no es un desierto sino una selva rica en matices.
Reconocer que el avanzar hacia la verdad no es la verdad es un gran paso hacia la verdad. El pragmatismo es un reconocimiento del método como método y no como verdad. Todo esto implica hacer nuestros esquemas más flexibles. Falibles. Ahora bien, esto no significa negar la realidad si no abrirse a ella. La flexibilidad de esquemas hace posible el pluralismo, mi esquema no es el único. La brecha que he abierto yo puede no ser la más profunda. El pobre escéptico, con su cuchillo de mantequilla, le debe al pluralismo la capacidad de recorrer la misma brecha que Aristóteles.

La clave de la distinción entre pluralismo y relativismo consiste en que el pluralismo piensa que la brecha que abrimos los hombres se dirige a algún lado; mientras que el relativismo piensa que la brecha que abrimos es irrelevante. Como se ve la clave se encuentra en la verdad. Los hombres tenemos cierta inquietud a recorrer —y si es posible, incrementar—la brecha porque estamos llamados a salir de la selva. Por eso alguna vez un gran explorador dijo: “Todos los hombres por naturaleza desean saber” . El pluralismo, a diferencia del relativismo, no sólo reconoce que tiene sentido abrir brechas, sino que, como se va hacia algún lado, hay unas brechas mejores que otras.

jueves, 4 de febrero de 2010

La redención del escritor desencantado

Se dice que los filósofos plantean problemas cuya solución es obvia (...lo real existe). También se dice que están alejados de la vida. Que constantemente acuden al campo a contemplar las estrellas. Que tienen mirada soñolienta y el peinado más extraño que se ha visto... Si se observa con detenimiento, lo descrito aquí no describe sólo a los filósofos. Dicha descripción podría englobar también a Einstein o a Miguel Ángel. Los hombres qué más han aportado a la cultura coinciden en ciertas actitudes.
Constantemente se les llama visionarios. Es como si vieran más que el resto, se fijan constantemente en cosas que nadie repara. Nadie duda, en que son gente extraordinaria, que han sido lo más humanos que pudieron ser. Que cierta energía los impulsaba con vehemencia a expresar lo que expresaron, a decir lo que dijeron. Hoy en día nos seguimos estremeciendo con su canto, que, de manera menos poética, puede entenderse como el legado cultural de occidente.

El filósofo y el genio comparten la misma actitud. La misma sed. De entrada ambos tienen los ojos muy abiertos (como una lechuza) y una sonrisa de paz en los labios. Sienten una luz que les ilumina la cara. El núcleo de la realidad se les presenta con suavidad, se les sugiere, y entonces salen en su búsqueda. No quieren conquistar el mundo, quieren encontrarlo. La vida del genio es una persecución de la belleza sugerida en instantes muy puntuales y concretos de su vida. La admiración les marca, de una vez por todas, el único camino que merece la pena ser vivido. Comparten los dos, pues, que no viven en las apariencias. Comparten la sed de realidad. La mirada certera que apunta a las claves de las cosas.
La expresión del genio se manifiesta de muchas maneras, he de reducir aquí la indagación, por razones obvias, a una de esas manifestaciones. El genio como escritor..

El escritor auténtico, se caracteriza por una sola cosa. El pensamiento dirige su pluma, y la belleza dirige su pensamiento. Le tienen sin cuidado los esquemas que inventan los críticos. Cervantes no se preocupó de que no existiera un género para la novela que quería escribir. A Shakespeare no le importó que aún no existiera el teatro isabelino. Estos hombres, que irrumpen de vez en cuando en la historia y la sacuden, no se guían por las apariencias sino que las destrozan, las desenmascaran.
El único sentido que tiene una obra de literatura es mostrar la realidad. Es admirar a los demás. Cuando desaparece la ficción, se tiende a olvidar la diferencia entre la realidad y los sueños. Por más evidente que suene es importante remarcar que la realidad es condición de posibilidad para la ficción. El verdadero escritor es consciente de que la ficción es precisamente eso, ficción, y por eso no pretende que su obra substituya a la realidad. Ahora bien, es también consciente de que, sea como sea, su ficción tiene que conseguir remitir a ese aspecto concreto de la realidad que contempla. Como es es su único fin, no le importa nada que no se adapte a a su meta. Si es necesario inventar un género literario lo inventa; si es preciso escribir siete libros, los escribe. Si sólo hacen falta dos líneas solo escribe dos. La técnica se subordina a su intención. Vender libros, o ser reconocido es una cosa completamente accidental a esta actividad vital.

El escritor es un hombre hambriento de realidad que, conforme se va haciendo a ella, tiene la irremediable responsabilidad de transmitirla a los demás. Contemplar exige comunicar. Se puede decir entonces que el escritor es un medio de conectar a la sociedad con la realidad. Así es como contribuye al bien común.
La sociedad debe a los escritores, a los auténticos, la distinción entre apariencia y realidad. Siempre que se pone al hombre frente a la realidad se le pone frente al problema de el ser y el pensar. Y justo cuando se pone al hombre frente a ese problema, es cuando el hombre se descubre a sí mismo como distinto al mundo. Es cuando ocurre la admiración.

Como se ve, la admiracón es lo que nutre y vivifica la auténtica labor intelectual. Sin embargo, para experimentarla hace falta cierta actitud vital a la que los hombres llamamos humildad. Evidentemente este tema merece un ensayo entero.

martes, 26 de enero de 2010

La tragedia del escritor desencantado

Claman los entendidos de nuestra época la poca atención que tiene la juventud por la lectura. No se dan cuenta, en medio de todos sus lamentos, que la culpa es sólo de ellos. El intelectualismo es un cáncer de la cultura. Aprisiona a la sabiduría cuando comienza a nacer y la convierte en un monstruo repugnante.

Cuando un adolescente se da cuenta del valor que tiene un buen libro ocurren dos cosas. En primer lugar se admira; siente algo gordo, presiente que lo substancial es mejor que la ligereza: quiere más. Precisamente por esa necesidad de substancialidad, de profundidad, aparece el segundo fenómeno: elevado ante esa necesidad de intríngulis, contempla a sus iguales y los ve sumergidos en las apariencias, y entonces se siente superior. Cuando ocurre eso, el adolescente está perdido.
Sin siquiera notarlo, esa auténtica necesidad de profundidad es substituida poco a poco por una complacencia de sí mismo. Conforme avanza la enfermedad, la auténtica necesidad se va convirtiendo cada vez más en una imaginación, se va vaciando de realidad hasta que queda sólo como un postulado: una postura. Mientras tanto, el enfermo se va formando en cosas inútiles pero insubstanciales (por ejemplo, la ortografía) y va aprendiendo la 'técnica' correcta para escribir. Se va olvidando del fin y se concentra en los medios. Ya no le importan las ideas si no la manera en que se presentan. Y alrededor de los 30 años, con un look formal-bohemio y unas gafas gruesas, de pastaflora, contempla por última vez su artificial necesidad de realidad y se ríe de las locuras de su adolescencia. Está casi muerto. Lo importante ya no es ser como Dostoievski, ¿porque quién compra a Dostoievski hoy en día?, sólo un montón de adolescentes ilusos. Lo importante para nuestro desgraciado es ser como Dan Brown o como Rowling. Lo importante es que el libro que va a escribir aparezca en el VIPS y en el Corte Inglés. Lo importante es que las gafas sean de buena marca. Lo importante no es escribir, es comer. Por eso se pondrá a escribir sobre los templarios o sobre lo que haga falta. Para que cuando vendan unos cuantos ejemplares pueda decirlo en su círculo social mientras se toma un mate (porque Cortázar lo hacía). Llegados a este punto, nuestro futuro escritor esta perdido. Lo atrapó el intelectualismo desde su nacimiento.

Es trágico cuando los hombres pierden su vocación sin enterarse siquiera. Es trágico cuando un hombre se engaña pensando que sigue una estrella cuando en realidad lo mueven como marioneta.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Apología del lenguaje científico

“…lo que siquiera puede ser dicho, puede ser dicho claramente; y de lo que no se puede hablar hay que callar. El libro quiere, pues, trazar un límite al pensar o, más bien, no al pensar, sino a la expresión de los pensamientos.”

En 1918 Ludwig Wittgenstein conmocionó al mundo justo cuando el mundo que salía de una gran conmoción. Ese año terminó la Gran Guerra, el conflicto armado más grande de la historia hasta aquel entonces. Wittgenstein, con la publicación del Tractatus, conmovió los cimientos del pensamiento como Alemania lo hizo con el mundo. Alemania lo haría una segunda vez, Wittgenstein también: pero esa es otra historia. En aquellos días daba la impresión de que el mundo iba demasiado rápido. Ya se veía entonces que la velocidad de la modernidad no era del todo conveniente. Trazar un límite, frenar a la filosofía (en el sentido de disminuir la velocidad), ya había sido intentado por muchos filósofos anteriores a él. Aún así, la posmodernidad no llegó hasta que llegó él.
En ocasiones me parece que hay dos tipos de pensadores. Unos más prudentes y cautelosos y otros más osados pero en ocasiones precipitados. Unos pretenden alcanzar la verdad hasta tal punto que pueden llegar a construir sistemas tan poderosos como para llegar a la realidad desde un representacionismo sin intencionalidad. Los otros, aman la verdad lo suficiente como para detectar y denunciar los excesos de los primeros. No pretendo hacer aquí una dialéctica entre tipos de filósofos. Más bien, quería apuntar a una idea que me parece fundamental para expresar mi opinión sobre el pensamiento, tan escasamente conocido por mí, de un hombre que parece haber cambiado la historia de la filosofía. A mi modo de ver, hay unos pensadores que impulsan a la filosofía, y otros que la previenen de caer en un barranco.
La labor crítica de la filosofía, en la humilde opinión de este autor, consiste en desmontar el idealismo y regresar al sentido común, a la realidad. Nadie que esté en sus cabales pretende adscribirse la etiqueta de idealista. Quizá, en el sentido en el que estoy hablando, todo filósofo se considera a sí mismo realista. Cuando Berkeley llevó al empirismo de Locke a una de sus últimas consecuencias y negó la substancia material se defendió a capa y espada; en todo momento se consideró más realista que todos los filósofos. Lo mismo podríamos decir de Fitche, Schelling o Hegel. En filosofía la palabra idealista parece ser uno de los insultos más grandes que se pueden recibir. Wittgenstein, desde esta perspectiva, es para mí un filósofo realista. Es de esos que no cayó en el barranco, sino que al contrario sirvió de ancla para que no cayeran los demás.
Para un estudiante de filosofía, Wittgenstein parece de entrada un aguafiestas. Un pensador que viene a imponer límites al pensamiento, es como un adulto que, a mitad de la fiesta, apaga la música y manda la gente a su casa. La prudencia no se lleva bien con la juventud. Aquí me gustaría añadir un matiz muy importante, pues a mí me costó entenderlo: Wittgenstein no es un crítico inhumano, su crítica no es a lo inefable sino a la imprudencia. Cuando Wittgenstein traza los límites del lenguaje, no pretende exterminar a la poesía ni al arte, no pretende exterminar todo lo que está detrás de esos límites. Por el contrario intenta protegerlos. Para Wittgenstein, hay que callar lo que no se puede hablar sólo cuando se está haciendo ciencia, no cuando se experimenta la belleza interior de una persona. Creo que Wittgenstein tenía un pensamiento mucho más profundo que el que se atrevió a expresar y precisamente por eso decidió limitar el lenguaje científico. Quiso separar lo Dorado de la ciencia gris de su época. La Belleza y la ciencia (tal como la entendía él) no se llevan bien. Para él, la ciencia es gris y la poesía es dorada pero de ninguna manera la poesía puede ser gris o la ciencia dorada. Cuando hablamos de lo inefable nos quedamos siempre cortos, a veces decimos tonterías, esas tonterías se le pueden perdonar a un poeta, pero no a un filósofo.
Por estas razones, mi reproche a Wittgenstein no es una apología de la filosofía si no una apología del lenguaje. Aunque no lo entienda como se merece, y evidentemente resulte muy aventurado exponerlo, me parece que cuando Wittgenstein limita al lenguaje científico lo está matando. Una cosa es enlazar al filósofo que corre al abismo y otra asfixiarlo con el lazo. Lo inefable es quizá lo más inteligible que hay, el problema es confundir lo inteligible con lo claro y distinto. Cuando se limita al lenguaje, cuando se le separa del pensamiento, el lenguaje pierde sentido. El pensamiento es el que dota de significado al lenguaje, y no al revés. Este giro, efectivamente limita al pensamiento, pero es evidente que el lenguaje al conservar exclusivamente su convencionalidad está destinado necesariamente a desaparecer, a perder su racionalidad.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Sentido común

Me gustaría aclarar de antemano que no es mi intención excitar el debate que existe entre mis compañeros de clase entre la historia de la filosofía y el filosofar. Cuando recuerdo aquella frase del Fausto “gris es la ciencia, verde el árbol de la vida” no pretendo dar razón a la facción vitalista-romántica; pero tampoco pretendo dar razón a los historiadores cuando parafraseo a Goethe y propongo mi propia visión: Dorada es la filosofía perenne, púrpuras las búsquedas nocturnas.
Se puede decir en parte, que este ensayo es una especie de síntesis; un intento de conciliar a los filósofos con los que convivo a diario. Para dicha conciliación voy a acudir a Russel, de su mano expondré cómo ambas cosas, tanto la actividad como la historia, son importantes para el quehacer filosófico.

Las apreciaciones pre-filosóficas son parte de la actividad misma del filosofar, al pensar en este extraño fenómeno (la Filosofía) ya se está haciendo Filosofía. Por eso es oportuno señalar que las apreciaciones prefilosóficas influyen de una manera determinante en Bertrand Russel y en la mayoría de los filósofos neopositivistas.

En primer lugar, hay que decir que al designar a hombres como Frege y como Russel con el nombre de filósofos lo hago, por lo menos yo, de manera análoga. Según mi criterio, un filósofo es propiamente aquel quién desarrolla su actividad filosófica con un interés primordialmente teórico. Cuando digo filósofo todos imaginamos al típico hombre no práctico, con su barba larga y blanca contemplando extasiado las estrellas mientras camina en dirección a caer en su pozo habitual. De igual manera, de ninguna manera consideramos filósofo a un demagogo moderno, con su traje Zegna, su papada de vida augusta y su discurso bolivariano: imaginamos a un Einstein, no a un Chávez. Comparado con Savater, Epicúreo nos parece casi romántico al pedir al gran Alejandro que se mueva para que no le estorbe el sol. El punto al que quiero llegar es que intuitivamente, con esa inocencia originaria que nos caracteriza, exigimos que el filósofo sea casi pobre; esto se traduce, según mi opinión, en que la sociedad considera que el filósofo, como el sacerdote, debe ser puro, desligado de todo interés práctico. Un hombre en el mundo, pero fuera de él.

Pues bien, ni el pensamiento de Frege ni el de Russel consiguen acercarse desinteresadamente al mundo. Y no porque no fueran honestos, o fueran malas personas, sino precisamente por eso que defiende la facción historiadora de clase: su contexto histórico. Es más probable que el bueno de Tales hubiera caminado por el aire cuando pasaba por encima del pozo, que de un contexto tan cientificista naciera un hombre teórico. Es como pedirle a una fábrica de bolígrafos un cachorro de san Bernardo. No voy a profundizar en este ensayo entre las evidentes diferencias entre las ciencias positivas y la Filosofía, sin embargo apelo al argumento romántico del inicio. Remarco: “gris es la ciencia” pero añado a ciencia el adjetivo ‘positiva’. Ahora contrapongo dicha ciencia gris a la que apuntaba Goethe con su crítica y la contrasto con ese impulso natural que lleva a los niños (no necesariamente jóvenes) a hablar de cosas tan cósmicas como el universo, el corazón del hombre, el bien o el fin de absolutamente todo. Ese impulso teórico, esa trascendencia de lo interesante, es lo que yo llamo lo dorado (y sé perfectamente que esta expresión no es significativa). Pues bien, a la ciencia positiva le es imposible atender a lo dorado, por eso siempre es gris. Esto es debido a que la ciencia positiva no es ningún hombre si no un método; y dicho método reduce su campo de estudio, en pro de la eficacia, al ámbito controlable por el hombre: la lógica y las matemáticas. Por este camino, toda reflexión acerca de los fundamentos de las ciencias positivas no puede ser de ninguna manera teórica si no interesada. No se alcanza la realidad entera si no sólo su abstracción en números y hechos verificables. Los pensamientos que se hacen buscando fundamentar la ciencia positiva son igual de interesados que la misma ciencia positiva. El interés reduce nuestra visión de lo real, la ciencia positiva es, en esencia, interesada.

Hoy en día, después de Gödel, ni siquiera es necesario replicar a Russel. La historia le ha replicado ya demasiado. En efecto el lenguaje es vago en algunos de sus términos, y sin embargo sabemos que es imposible llevar a cabo el ideal de un lenguaje formal como soñaba Russel. Verificar un hecho (-un per accidens-, que no es más que una coincidencia, una reducción de la realidad) con la experiencia empírica, es una manera muy poco rigurosa de pensar. A esa falta de rigor respecto a la verdad, hay que añadir un rigorismo fanático por la precisión del lenguaje.

Si bien en sus comienzos el empirismo inicio apelando al sentido común, lo perdió en su decadencia: después de Berkeley hay que ser necio para ser empirista. El dogmatismo de los sentidos y la representación, el dogmatismo de las batas blancas, le arrancó a la filosofía del sentido común, su sentido común. Por eso un hombre de ‘sentido común’ como Russel afirma que es lógicamente imposible escapar del solipsismo.

Cuando los Filósofos dejamos de hablar de la realidad; nuestro nido de pájaros en la cabeza, los millones de notas en nuestro bolsillo, nuestras gafas bizarras, nuestros hábitos bizarros, nuestra mirada al vacío y el desorden en nuestra habitación; dejan de tener sentido para el resto de los hombres. Ya no somos filósofos (gente inaudita) sino gente anormal.